Al terminar la última mudanza que había hecho, aparté dos cajas que nunca llegaría a colocar y me senté en el suelo. Me apoyé en la pared donde iría el sofá que aún no tenía y puse a dios por testigo que nunca volvería a hacer una mudanza con mis propias manos. Algo debió fallar en la transmisión del mensaje porque justo ayer terminé con mi última mudanza.
Desde que acepté que me cambiaba de casa pasé más tiempo con los brazos en jarra pensando por dónde empezar que empezando. ¿Será mejor hacerlo de izquierda a derecha? ¿de arriba hacia abajo? ¿de la habitación más pequeña a la más grande? ¿de dentro a fuera? Todas las opciones me parecían malas y me negaba a aceptar ninguna. Saqué bolsas de basura y empecé a mudarme de vida.
«Tira todo aquello que no usaste en el último año», me decían.
Leída y escuchada parecía buena idea. Tirar. Tirar. Tirar. Qué fácil es decirlo cuando vuestras cosas carecen de valor e importancia. Pero en mi caso no es así. ¿Cómo voy a tirar esos tickets de aquel supermercado de Nueva York en el que me compré aquel sándwich que me hizo tan feliz mientras esperaba al avión que me devolvería a la infelicidad absoluta? ¿Por qué iba a querer tirar esa camiseta desteñida de publicidad que tanta compañía me ha hecho tantos sábados por la noche? Uy, no. Miré por la ventana y una luz chocaba contra mis ojos. Claramente es una señal, pensé. Obviamente era la ventana del vecino de enfrente entornada y el reflejo del sol me había dejado cegata perdida. En mi nueva (vida) casa no quería seguir llevando ropa de estar por casa que da pena hasta a los vagabundos malos de Solo en Casa 1.
Normalmente yo iba por casa con todo lo que no servía ni para sacar la basura. Leggins rotos, camisetas XL de publicidad o de unas jornadas deportivas a las que no recuerdo haber asistido con manchas de lejía, calcetines desgastados y por supuesto desparejados. Una comodidad excesiva para algunos, extravagante para mí, vergonzosa para mi madre. Tal era la vestimenta que cuando llamaban a la puerta (algún vecino pidiendo sal, lo normal) tenía que cambiarme rápidamente de ropa. Me ponía unos vaqueros y alguna camiseta decente del revés. Tenía todo el rato (y a cualquier hora) la pinta de haberme despertado de la siesta o de estar siendo infiel y a punto de ser pillada. Muy raro todo.
La mudanza perfecta no existe, lo siento.
Me leí atentamente y escuché pacientemente todos los consejos sobre la mudanza perfecta pero nadie me dijo que eso no existe. Aún así, y después de cinco mudanzas, algo he aprendido y es que menos sabiduría y más manos. Más abrazos. Y desde aquí mi apoyo infinito en todas y cada una de las fases emocionales de las mudanzas.
Confusión. ¿Habré hecho bien? ¿qué hago con todo esto? ¿por dónde empiezo? ¿quién eres y por qué estás secando las lágrimas?
Arrepentimiento: Ay, con lo bien que yo estaba en estos 15 metros cuadrados interiores.
Valentía: ¡Si tampoco tengo tantas cosas! Jeje
Ira: ¿Y si lo quemo todo?
Culpabilidad: Me lo merezco por inconformista.
Frustración: La vida es una mierda.
Shock: JAAAAARL (te caes redondo al suelo)
Ansiedad: (Insultos varios)
Negación: Gritas al cielo que esto no se acaba nunca.
Aprendizaje: Si lo llego a saber antes…
Y por fin, todo dentro. Apartas las cajas, te sientas en el suelo, te limpias esa mezcla de sudor y lágrimas de la cara y pones a dios por testigo… Bueno, mejor pones una nota en la parte de detrás de la puerta que diga «NO TE MUDES EN CIEN AÑOS».
Por cierto, empieza por el armario, la cueva del diablo. ¡Mira esto!
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