Ahora sí que te van a pillar con las manos en la masa: hacer pan está de moda

De pequeña recuerdo esperar cada mañana sentada y medio dormida en una de las panaderías más antiguas de mi pueblo y salir de allí oliendo a pan y a magdalenas. La panadera nos llevaba a su hijo y a mí al colegio en su furgoneta blanca. Ese calor que me adormecía no sabía bien si salía de los hornos o del cielo. Cada vez que vuelvo a casa y voy a esa panadera miro la que fue mi silla, en la que ahora descansan señoras de 103 años y me dan ganas de cerrar los ojos y echarme a dormir en ese suelo harinoso.

Pero como eso sería un poco raro, un día pensé hacer pan en casa. Yo no tenía (ni tengo) ni idea pero tengo buen acceso a internet y Youtube hizo el resto. La primera (la segunda y también la tercera) el pan era incomestible pero mi casa olía a panadería y por primera vez, me pude quedar dormida en el sofá oliendo a pan.

Sano, rico y barato. ¿Existe un vicio mejor?

Poco a poco, en mis círculos, “lo de hacer pan” iba siendo cada vez más y más común y pronto me quedé atrás, rezagada, tal y como me pasó con los pantalones de pitillo y los tangas. Vale que la casa me olía perfectamente pero ni hablar de masa madre, panificadora, harina de centeno, fermentar y otras movidas muy de la secta panadera o panificadora. Una amiga nos contaba muy orgullosa que ahostiaba la masa hasta que se rendía (ella, no la masa) y luego a reposar (la masa, no ella). Todas la mirábamos como si fuese nuestra heroína mientras engullíamos un trozo su pan, en cuya masa preferíamos no pensar. Luego estamos las más creativas, las que hacemos «pan con cosas». Y es que, como el pan no nos sale requetebién, tenemos que aderezarlo con gracia (mucha) y salero (menos). Tomate seco, parmesano, hierbas provenzales, pipas, semillas… casi todo lo moderno vale. Salvo el gintonic.

Mi abuela me sigue preguntando por qué me ha dado por hacer pan y yo supongo que porque los jóvenes necesitamos compensar los vicios tecnológicos y caros. Nos gusta ver el resultado de un proceso en el que nos hemos manchado las manos (no de sangre) y sobre todo, nos gusta creer que algún día cocinaremos como nuestras abuelas. Cocinar, hacer pan, tejer, pintar con acuarela, cursos de arcilla, hacer jabón con sosa caustica, botes de tomate en conserva… Intuyo que lo próximo será buscar en Google (¡en Google!) cómo ser una abuela DIEZ y entonces, ahí, justo en ese instante se acabará el ciclo… y la gracia.

Ese momento incómodo en el que confiesas «estoy enganchada a la harina»

Ponernos el delantal, darle a la playlist de Spotify, preparar los ingredientes, salpicarnos de harina las manos, hacer una foto para Instagram, limpiarnos las manos en el pantalón sin erótico resultado, echar el agua, pasarte, volver a empezar, mezclar con las manos, añadir la sal, ¿ahora iba la levadura de panadero? meter al horno, mirar el horno, sentarte enfrente del horno, hacer un Snapchat al horno, dormirse a los pies del horno, sacar el pan, hacerle una foto, cortar el pan, quemarte con el pan, poner los brazos en jarra y decir con orgullo «ese es mi pan» con todo de madre primeriza. Degustar a tu hijo, digo…el pan.

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