Sobrepasamos la frontera de los cuarenta y nos empujamos, o nos empujan, a lo que viene a llamarse “sentar la cabeza”. Pero no puedo evitar preguntarme si no podemos vivir esta nueva década como siempre hemos querido vivir, si todavía no hay nuevas posibilidades esperándonos en el horizonte o si tenemos que conformarnos con lo que ya hemos conseguido o aspirar sólo a lo que nos dicen que tenemos que hacer.
No es una idea que se me haya ocurrido de repente. Planea desde hace tiempo en mi cabeza, pero leyendo el otro día el artículo que publicamos sobre cumplir los 30 y no tener nada y tenerlo todo, volvió a surgir, haciéndose hueco en mi cerebro hasta acaparar todos mis pensamientos.
Vale. También me obsesiona porque hace unos días mi madre me enseñó una foto de su boda y en ella aparecía mi abuela, que por aquel entonces sólo tenía tres años más que yo ahora. Y sin embargo, no podíamos parecer más distintas, como si nos separasen años luz en el universo de la madurez. Mi abuela, tan elegante, tan contenida, tan señora. Yo, con los mismos vaqueros que llevo desde los veinte y las entradas de un concierto de mi grupo indie favorito reservadas desde hace dos meses. Esperando la cita con la misma ilusión que hace quince años.
Sí, antes llegar a los cuarenta suponía haber llegado a un punto estable en tu vida, en el mejor de los casos, claro. Tener pareja, familia, un hogar fijo, una carrera profesional asentada… Y sin embargo, ahora tengo la sensación de que no hay nada establecido, todavía sigo en un punto de partida, la misma mujer con las mismas ganas de pasarlo bien y de soñar con vivir la vida a su manera. O de dejarse sorprender por ella.
Madurar no significa renunciar a ser tú mismo.
Los que tenemos familia encontramos serias dificultades para seguir siendo quiénes éramos antes. Pero eso no significa que en el interior no seamos siendo los mismos que disfrutaban quedando con amigos, yendo a conciertos, jugando al futbolín en el bar del barrio o cantando a grito pelado por la calle (basado en hechos reales). Personalmente, a mí la maternidad me ha obligado a madurar por un lado y a inmadurar por el otro. Sigo siendo la típica amiga loca que te va poniendo en ridículo por la calle, la compañera de trabajo excéntrica que se pone los casos y no puede evitar cantar en voz alta en la oficina y la mujer que sueña con encontrarse un día con Ewan McGregor. En paralelo, soy inflexible, puntual, responsable y me enfado fácilmente cuando veo restos de Nocilla en la encimera de la cocina o me encuentro un calcetín lleno de pelusas escondido en el cajón de juguetes. Tener niños me ha obligado a asumir unas cuantas nuevas personalidades, pero no soy la única. Estoy rodeada de hombres y mujeres de más de cuarenta años que esconden en su interior más voces que Carlos Latre y no están dispuestos a que una dimensión de su vida canibalice todo lo demás. Sí, queremos madurar y evolucionar, pero sin perder el “yo” que fuimos antes. Sin renunciar a la vida que siempre hemos soñado. O a cambiar de opinión porque nos apetece.
Nunca es tarde para dedicarte a lo que te gusta.
Esta misma frase me la comentaba mi amigo Javier hace tiempo, un diseñador que lleva más de veinte años trabajando en publicidad, pero que no ha dejado de soñar con ser ilustrador infantil y no ceja en su intento. Tener una profesión hoy en día no significa conformarse con ser eso para siempre. Nunca es tarde para dar un giro a tu carrera y cada vez hay más personas a mi alrededor que me lo demuestran y que a partir de los cuarenta dan un volantazo y dejan de imaginar lo que “podría pasar si”… y se lanzan. Mi amiga Lola, por ejemplo, que tras casi treinta años de carrera en marketing y permanecer varios años fuera del mercado (lo que en nuestro país y en una profesión como el marketing puede suponer la muerte en vida) decidió montar su propia productora de Motion Graphics.
Asume que no hay nada establecido.
La vida ha cambiado tanto en tan poco tiempo que todavía nos creemos que las cosas son para siempre. A los cuarenta se suponía que lo normal es que tuvieras una pareja fija, una casa, un trabajo para toda la vida y ¡como no! hijos. Y que eso permanecería así, inmutable para la eternidad. Nada más alejado de nuestra realidad actual. Ahora con cuarenta puedes estar sin pareja, no tener hijos (y a veces, ni ganas), cambiar de casa tanto como de ropa interior, irte a recorrer el mundo… o tener todo lo anterior, pero estar abierto a que la vida te sorprenda y te dé un vuelco tremendo.
Búscate compañeros para la aventura de cada día.
Pueden ser los amigos de toda la vida, quizá tan desconcertados como nosotros mismos con el estado de las cosas. ¿Quién mejor para entender lo que estamos viviendo y para acompañarnos en este viaje sin itinerario cerrado? Pero también pueden ser personas que se cruzan en nuestro camino, con vidas completamente opuestas a las nuestras, pero con las que compartimos una pasión, un hobby, un objetivo, un momento o unas risas. Puede ser esa pareja diez años más joven que tú con la que sales de conciertos los jueves y se parten de risa cuando les cuentas tus peripecias para encontrar un canguro de confianza. Pueden ser tus compañeros veintañeros del trabajo con los que te tomas los viernes unas cañas y te miran con cara de asombro cuando compartes tus anécdotas de Abuelo Cebolleta. O puede ser alguien que está en la otra punta del mundo y al que nunca le has visto la cara. No hay edad para dejar de tener amigos. No hay edad para dejar de necesitarlos como el oxígeno.
Tenemos más de cuarenta. ¿Y qué? Ya no hay reglas de cómo tenemos que vivir la vida, de cómo tenemos que vestir o comportarnos, de lo que se espera de nosotros en el trabajo, el amor, la amistad... Ahí fuera sigue habiendo mil posibilidades para que sigamos siendo nosotros mismos o nos reinventemos, si eso es lo que queremos.
Fotos: Pixabay.com
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