No hay cosa que me ponga más triste que la constante necesidad de aparentar ser feliz. Ya ni siquiera es ser, buscar serlo o estarlo. Necesitamos aparentar estar felices todo el tiempo, sin descanso. Y eso es agotador. La felicidad quizás no es solo no estar triste. Tampoco creo que sea tener todo lo que necesitamos: salud, amor, familia, dinero… La felicidad es estabilidad, no importa con qué o quién hagas los equilibrios. Si no tienes amor pero tampoco lo echas en falta, esa es tu felicidad. Saber que está ahí también es felicidad. Se puede ser feliz sin tener todo el oro del mundo y seguramente haya gente muy fastidiada en los hospitales ahora mismo que se sienta más feliz que tú y que yo.
La felicidad es no echar exageradamente en falta nada.
Hasta aquí todo bien. Cada uno es feliz como quiere, cuando quiere y con quien quiere pero, ¿qué pasa cuándo nos intentan meter por los ojos una felicidad de mentira las 24 horas al día? ¿qué hacemos con la moda de «tu día va ser la hostia sí o sí»? ¿Qué pasa cuando la felicidad está en tus tazas, tus bolis y tu pijama, pero tú solo tienes ganas de llorar? ¿Y con las frasecillas que hacen la misma gracia a una niña de 9 años que a una señora de 57?
Tienes derecho a tener una vida de mierda. En serio, lo tienes. Lucha por ello. O al menos, a tener días malos. Tienes derecho a apagar el despertador estampándolo contra la pared, a levantarte maldiciendo, a no saludar a tus vecinos si no te apetece. Tienes derecho a quejarte fuerte si no te toca la lotería de Navidad, a insultar al del coche de enfrente, a aporrear el techo con la escoba si tus vecinos lo hacen en estéreo. Estás en todo tu derecho a llorar sin sentirte una desgraciada infeliz.
La vida puede ser maravillosa, pero déjame un poquito en paz.
Los colores pastel empachan y la vida está llena de tachones. Podemos vivir llenándolo todo de algodones rebozados en purpurina pero ya sabéis qué pasa cuando echas ambientador en el baño justo después del acontecimiento. Pues eso. Todo huele raro y la sensación ambiental resulta algo incómoda. Aceptemos la realidad tal y como es: el amor a veces huele a pies, el chocolate no suele ser curativo, las fresas no siempre son bonitas y quizás vivimos engañados porque los unicornios podrían ser caballos malformados con un pene en la frente.
No quiero preservativos ilustrados con estrellas de mar sonrientes que dicen “abrázame flojito” ni tazas que me digan que soy la mejor cuñada del medio oeste. No quiero agendas que me recuerden que hoy tengo que abrazar a todos los gatitos que me encuentre por la calle. No quiero una vela en mi casa que diga "hoy huele a viernes". Porque no, los viernes no huelen. Como mucho saben. A vino con croquetas, pero ese es otro tema. No quiero. No quiero tonterías en mi café de los lunes. No quiero despertarme con una sonrisa sin antes lavarme los dientes. No quiero que me digas “tienes perejil entre los dientes, pero eres una tía genial”. No quiero. Me niego.
Que una taza serigrafiada no te quite las ganas de ser feliz.
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