Ah, qué diferente es tener hijos en la vida real a la historieta que me había montado en mi cabeza. Nada, absolutamente nada que ver con lo que pasa en las series y en los anuncios de T.V., donde el hecho de que la niña traiga galletas en vez de los huevos, la miel y la leche que le encargué puede desencadenar en que me pille un berrinche de mucho cuidado y no en unas risas encantadoras.
Sí, cuando nacieron mis hijas me prometí que nunca caería en los errores de los demás. Sería una madre sabia y justa, divertida y apoyaría sus locas ideas creativas para que se convirtieran en unas adultas estupendas y únicas. Pero, ¡no puede ser!, resulta que he terminado cometiendo los mismos errores que quería evitar. Y lo que es peor: tiene pinta de que voy a seguir haciéndolo.
1.- Soltar un “ porque yo lo digo” para finalizar cualquier discusión
Nunca pensé que terminaría pronunciando estas palabras. Más bien al contrario, siempre me imaginé dando explicaciones justas y precisas de por qué pedía que hicieran esta o esta otra cosa, razonando con ellas y siendo esa figura comprensiva que sentaba cátedra sobre la vida desde la montaña de la experiencia y un chip que te colocaban en el paritorio con información sobre todo lo que hay que saber de La Vida.
Qué equivocada estaba.
No puedo contar con los dedos de las manos y los pies la cantidad de veces que me he rendido, que he tirado para adelante, sin dar ni una mísera explicación a mis dos niñas de por qué quería que hicieran algo o no dieran la lata más. He soltado la frasecita de marras y me he quedado tan ancha.
2.- Infravalorar sus capacidades
Me encantaría que mis hijas fueran autosuficientes y capaces de desenvolverse en la vida real por sí mismas, pero a la hora de la verdad soy incapaz de dejarlas hacer las cosas a su manera y soy yo la que termina atando los zapatos, haciendo la cama o recortando esa complicada trama para el trabajo de manualidades con unas tijeras muy afiladas. Porque lo hago mejor, sí.
Y muy mal, claro.
Al hacerlo yo en persona consigo que quede mejor y además hacerlo más rápido o ajustarme a mis absurdos estándares de perfección. Pero de paso estoy fastidiando todo el proceso de aprendizaje, coartando su libertad y mandándoles el mensaje de que ellas no son capaces de hacer nada por sí mismas.
3.- Compararme con otras madres
Es difícil no compararse con la mama alfa del patio del colegio o con todas las celebrities que sigo en Instagram y que me demuestran a diario que pueden hacer el pino-puente mientras dan el pecho y entrenan para conseguir unas abdominales duras como una tabla de lavar.
Durante un tiempo pensé que era normal sentirse presionada por el círculo de madres que me rodeaba y que algo estaba haciendo mal si mi hija no era capaz de pronunciar bien en inglés todos los colores del arco-iris o no consentía comer papilla de frutas. A esta madre un cero patatero, pensaba.
Pero no existe ninguna disciplina deportiva llamada “Criar a un hijo” y me he obligado a mí misma a no competir nunca en este área ni a obsesionarme con lo bien que les vaya a los demás. Bastante tengo con demostrarme a mí misma que soy capaz de hacerlo… cada día.
4.- Revisar exhaustivamente sus deberes
Venga, otra disciplina en la que he querido competir. Y es que todos queremos que nuestros hijos vayan bien en el colegio y sean unas hachas, ¿no?
Pero al supervisar hasta la última tilde de los deberes de mis hijas para que fueran perfectos, convertirme en su secretaria (hasta me creaba alarmas en el móvil con las fechas de los exámenes o de las entregas de trabajos) o estar al día de todo lo que pasaba en clase a través del grupo de Whatsapp de padres de 4ºB conseguí justo lo contrario de lo que buscaba. Que ellas se desentendieran de su responsabilidad y que no se esforzaran lo suficiente para hacerlos bien. Total, ya estaba yo siempre allí para hacerlo, ¿verdad?
Aprendida mi lección, me he quitado del grupo de Whatsapp (como conté aquí) y practico una vigilancia distante, asesoro cuando me piden ayuda y doy mi opinión de vez en cuando y con mucho cuidado para no influir. De ellas depende aprender de sus errores, estar atentas y esforzarse.
5.- Intentar influir en su aspecto
Mi hija pequeña sería feliz si cada día le dejase vestir a su manera, que más o menos es la manera en la que se vestiría una vieja gloria de Hollywood con problemas de daltonismo agudo. Por otra parte, mi hija mayor no puede preocuparse menos por lo que lleva puesto y si le diera permiso iría vestida siempre con el mismo chandal sucio y arrugado.
Durante años me he dedicado a batallar con ambas, preocupada por su aspecto y porque ofrecieran la mejor imagen posible (es decir, la que yo considero mejor y que haría las delicias de las abuelas de ambas).
Me ha costado mucho tiempo darme cuenta de que estaba haciendo algo mal, haciéndolas sentir mal con su aspecto, imponiendo mis propios gustos y coartando su creatividad y libertad. Ahora intento supervisar las prendas que llevan, pero sólo para ver si son compatibles con el tiempo que haga en el sitio al que vayamos.
6.- Intentar ser su mejor amiga
Lo reconozco: muchas veces olvido que mis hijas son mis hijas ahora que se están haciendo mayores.
Quiero que me quieran tanto y que confíen en mí que abandono el papel de madre e intento conseguir su aprobación como sea, que me cuenten sus secretos o que quieran hacer cosas conmigo. Que piensen que "yo molo mucho".
En esos momentos paso del “porque yo lo digo” a buscar la confidencia, creando una confusión que no aporta nada bueno a nuestra relación. Jamás serán mis amigas. Porque ya son mis hijas y lo serán siempre.
7.- Intentar educar a las niñas que quiero que sean (y no las que son de verdad)
No voy a disimularlo. Las hijas que tengo no se parecen en nada a las que yo había imaginado en mi cabeza mientras estaba embarazada. Tienen la particularidad de comportarse de otra manera… más concretamente, cómo ellas son en realidad.
Eso ha provocado que haya muchos malentendidos entre nosotras porque resulta que a ninguna de las dos les gusta visitar exposiciones en el Museo del Prado ni tiene expectativas de convertirse en señoritas cultas y duchas en Velázquez. Tampoco son fans de las montañas rusas y cada vez que vamos al Parque de Atracciones terminamos discutiendo porque ninguna quiere subirse conmigo.
8.- Perder los papeles por cualquier cosa
Me arrepiento de todas y cada una de las veces que los resortes han saltado y he gritado, me he enfadado, se me ha hinchado la vena de la frente y me he puesto a llorar... por cosas totalmente absurdas. Lo que no tiene sentido, porque la mayor parte de las veces me esfuerzo por ser un adulto cuerdo y responsable, que echa broncas meditadas sobre por qué está mal mentir a mamá o por qué no hay que tirar juguetes por la taza del W.C.
Pero de repente, un buen día, todo se va al garete por culpa de una chorrada, echando por tierra mi autoridad y todos los antecedentes previos y, ya que estamos, catalogándome en la categoría de "loca inestable".
9.- Y lo peor de todo, el fallo más grave: olvidar completamente qué es ser una niña
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Fotos| Bad Moms, I don´t know who she does it, Gilmore Girls, Malcom in the Middle.
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