Cómo hacer que sabes catar un vino

No voy a hablar del espíritu cuñao porque eso ya sería bastante cuñao, pero nadie me puede negar la necesidad y ansiedad imperiosa que reina en nuestros días de ser expertos en todo. Que si el pan con masa madre fermentada en su propio sudor con centeno feliz, que si el gintonic con toda la pirámide nutricional incluida, que si el aceite de aceitunas cogidas a mano y besadas una a una… Que si el vino. Ay, el vino. ¡Viva el vino!

Hay una norma social no escrita que dicta «ante la duda, la mejor opción siempre es el segundo vino más barato» (sin contar los de brick, por supuesto). Yo, que soy muy exteriores, siempre he preferido guiarme por la etiqueta: hago casting de belleza, miro los dos más bonitos y de esos, escojo el más barato. Si no es bueno, al menos será agradable de ver. (No aplicar a personas).

Hace unas semanas fui a un bareto del centro y pedí un Rueda. Un Rueda, señores. Es la caña de los vinos, no la caña de 'MADRE MÍA QUÉ COSA MÁS ESPECTACULAR', no. La caña de cerveza, un básico en el que no hace falta entrar en detalles. Lo pides, te lo ponen y te lo bebes. No hay más que decidir ni pensar. Pedí una copa de Rueda y el señor camarero me puso la copa en la barra, me echó menos de un dedo, paró, me miró y le dije: «Sí, sí. Echa». Sonó poco sobrio y elegante, pero con toda mi razón. Era un maldito Rueda. Más fácil no nos lo podemos poner. Inmediatamente el señor me dijo: «No, por favor, comprueba que te gusta». Sobrevolé el bol de patatas rancias, miré a mi acompañante con todas mis vergüenzas y las suyas e inicié la cata.

Pensé... ya que voy a hacer el ridículo, voy a hacerlo bien. Y así fue.

1. Conexión visual con el vino

Lo miras, te mira y le guiñas un ojo. Elevas a los cielos la copa, te la pones a la altura de los ojos, la inclinas. En primer lugar, compruebas que la copa está limpia, esto nos indicará el nivel de higiene aproximado del bar. Después te fijas en el color del vino. Amarillo. Oro. Pis. Correcto. Por último, le das un meneíto suave y miras embobado cómo resbala el vino por la copa. Sin perder la seriedad, miras al camarero y aprietas los labios. Que se note que estás reflexionando sobre lo que acabas de vivir. Que no piense que te mueres por darle ya un tragazo.

2. Olisquear el vino

Acércate la copa a la nariz, cierra los ojos y siente cómo penetran en tus fosas nasales los olores primarios y secundarios del vino. Devuélvele la mirada al camarero, asintiendo ligeramente con la cabeza mientras piensas en silencio «efectivamente, huele a vino». Mira la botella para que el olor que tienes clavado en el entrecejo se vaya y agita con suavidad la copa. Repite la jugada con la mayor dignidad posible (poca, lo sé). «Que sí, que huele a vino». Sonrisa ligera de aprobación.

3. Sorbito de la vergüenza

Coge con decisión la copa y arrímatela a la boca despacito. Este momento es el llamado «solo la puntita del vino». Bebes poquito y como con vergüenza, centrifugas con la lengua. Buscas los matices de madera, de fruta tropical, de brisa marina, de brotes verdes,de ¿césped? pero nada, que no los encuentras. Debe ser que este vino solo es vino. Mirando fijamente un punto cualquiera, una servilleta sucia y arrugada, por ejemplo, intentas reconocer la textura del vino. Terciopelo o satén. Esparto o alpaca. Pero nada, este vino viene sin textura. Traga ya, por cierto.

Dejas la copa en la barra, observas de nuevo la botella, miras agradecida al camarero por su excelente servicios y dictas sentencia: Ay, mira, no sé. Tráeme mejor un Trina de Naranja.

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