El Lazarillo de Tormes, La epopeya de Gilgamesh, el Cantar de Mío Cid, el Romancero viejo o la mayoría de la literatura medieval artúrica. Todos estos libros comparten con otros muchos una misma característica: desconocemos el nombre de su autor. Han pasado a la historia como «anónimo», pero ¿cuántas veces «anónimo» fue una mujer?
La más célebre defensora de esta tesis fue Virginia Woolf, quien en su obra Una habitación propia afirmaba: «Me atrevería a aventurar que Anónimo, que tantas obras ha escrito sin firmar, era a menudo una mujer». Si una de las razones por las que los autores ocultaban su identidad era el miedo a enfrentarse a prejuicios o a no ser tomados en serio, resulta verosímil pensar que las mujeres lo tenían más complicado en épocas pasadas que los hombres.
Las anónimas que conocemos
Hay varias obras literarias, algunas de ellas muy conocidas, en las que sabemos que «Anónimo» era una mujer. Y las razones para permanecer en el anonimato son variadas. En algunos casos, se trata de manuscritos encontrados y publicados tras la muerte de sus autoras y cuyos editores deciden respetar su intimidad.
Es el caso de Una mujer en Berlín, el estremecedor relato de los últimos días de la Segunda Guerra Mundial y los primeros de la entrada del Ejército Rojo en la ciudad. Se publicó de forma anónima por respeto a la privacidad de una mujer que cuenta en primera persona las violaciones sufridas por parte de los soldados rusos. Hoy se sabe que su autora se llamaba Marta Hillers.
También ocurre con cierta frecuencia en la literatura erótica, como en La pasión de Mademoiselle S, una recopilación de cartas encontradas de forma casual y escritas en los años veinte en Francia. No habría sido difícil averiguar su identidad (se puede deducir incluso de la lectura), pero se publicó como anónima por respeto a la intimidad de la autora.
Pregúntale a Alicia, el diario de una adolescente en los años setenta, se ha convertido en un long-seller a lo largo de los años y, a pesar de que se presentó originalmente como un diario verdadero, las dudas sobre su autenticidad han hecho que desde los años ochenta se catalogue como obra de ficción. Lo que sí se ha mantenido es su carácter anónimo, a pesar de que es conocido que su autora es Beatrice Sparks.
Uno de los casos de anonimato desvelado más conocidos de la historia es el de Jane Austen, que publicó en 1861 Sentido y sensibilidad con la autoría de «by a Lady» (por una mujer). Se trataría de un caso a medio camino entre el anonimato y el reconocimiento explícito de la autoría femenina.
Mujeres que se hacen pasar por hombres
Además de la anonimia, otro método por el que la autoría femenina ha pasado desapercibida es el uso de seudónimos masculinos para la publicación. Las hermanas Brontë (Charlotte, Emily y Anne) escribieron sus primeras obras, incluida la mítica Cumbres borrascosas, bajo los seudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell, para evitar los prejuicios de la época sobre la narrativa femenina.
También Louisa May Alcott, autora de Mujercitas, escribió otras de sus obras con el ambiguo seudónimo A.M. Barnard. Pero ella, como ocurrió con las Brontë, ha recibido el reconocimiento posterior a su verdadera identidad. No es ese el caso de George Sand o George Eliot, que han pasado a la historia de la literatura por sus seudónimos masculinos, e incluso muchos lectores siguen acercándose a su obra desconociendo que fueron mujeres.
Una novela muy conocida del siglo XX, gracias en parte a la película basada en ella, fue Memorias de África, obra de Isak Dinesen. Aunque Isak Dinesen, en realidad, no era más que el seudónimo de la baronesa Karen von Blixen-Finecke, protagonista del libro. Se ha especulado mucho sobre las razones por las que eligió un seudónimo masculino, pero la teoría más aceptada es que fue para ocultar en la medida de lo posible el carácter autobiográfico de la novela.
Un caso especialmente curioso es el de la escritora francesa Colette, quien alcanzó el éxito a comienzos del siglo XX con la serie de novelas Claudine... claro que no se publicaron a su nombre. Fue su marido, Henry Gauthier-Villars, apodado «Willy», quien suplantó su autoría, y tuvieron que pasar décadas antes de que ella tuviera el reconocimiento merecido.
La literatura española no es tampoco ajena a este fenómeno. El ejemplo más conocido es el de Fernán Caballero, que en realidad era Cecilia Böhl de Faber. Escribió diferentes novelas de carácter costumbrista e ideología conservadora, entre las que destaca La gaviota (1849). Tomó su nombre de una localidad de la provincia de Ciudad Real, pero lo hizo para evitar que se identificara su autoría femenina: «[...] trocando para el público, modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero».
Pero el uso de seudónimos masculinos por parte de mujeres no es algo que nos remita solo a épocas pasadas. La autora más vendida de las últimas décadas, J.K. Rowling, autora de Harry Potter, se vio obligada por sus primeros editores a utilizar sus iniciales, en lugar de su verdadero nombre, Joanne. ¿La razón? Que el manuscrito de Harry Potter parecía estar dirigido principalmente a lectores jóvenes y masculinos, que podrían tener prejuicios a la hora de leer una obra de ese estilo escrita por una mujer. Eran finales de los años noventa.
Pero la propia Rowling tomó también la decisión de escribir con seudónimo masculino para sus novelas policíacas de la serie Cormoran Strike. Su intención fue desmarcarse lo máximo posible del universo Harry Potter y que su autoría no eclipsase a las novelas en sí (aunque poco tardó en saberse que ella era la autora), pero eso no evitó que recibiera críticas por masculinizar su obra, cuando en su caso no era necesario, como sí lo había sido para muchas autoras a lo largo de la historia de la literatura.
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