La semana pasada estaba en un restaurante japonés con una amiga y me vi contándole mis movidas: que no me habían dejado entrar al metro con el perro, que se me han acabado los datos en el móvil, que no tenían las botas en mi número, que el chico que me gusta hacía tiempo que no le daba Like a mis estados desesperados (quizás eran desesperantes) de Facebook, que pasar ocho horas en una oficina con moqueta me motivaba menos que contar lentejas y que estaba harta de pagar 700 euros por un estudio con vistas al mal. Problemas absurdos de primer mundo.
Acabé mi discurso de investidura a presidenta del drama diciendo que quería irme al campo. Bueno, vale. Iremos un día a pasar el día al campo. No, un día no. Quiero irme a vivir al campo. Se echó a reír. ¿Al campo? ¿Tú?. Hay gente que ya lo hace, le dije ofendida. Me metí un nigiri en la boca y mastiqué todo lo dignamente que se puede masticar con los dos carrillos llenos de arroz.
Soñar con dejar la ciudad ya es mainstream
Esos que ya lo han hecho son mis héroes. Le han hecho un corte de mangas a la estresante vida en la ciudad, al despacho del jefe que huele a cerrado, al banco que solo le da disgustos y a los caseros que no le quieren arreglar las humedades del baño. Hartos de vivir ahogados en mitad de la vorágine. Cansados de seguir un ritmo de vida irritantemente agotador.
Así me siento yo: haciendo equilibrios sobre una fina cuerda elástica con la ciudad a mis pies, sujetando con la mano derecha la crisis existencial y la desmotivante economía con la izquierda mientras meto tripa intentando hacer eso que está tan de moda de los abdominales hipopresivos.
Le cuento a todo el mundo que me quiero ir a vivir a un pueblo de la sierra y ellos me miran como diciéndome que he visto demasiadas películas y que posiblemente sigo a muchas cuentas de chicas con delantales de cuadros haciendo pan en Instagram.
Me veo en mi casa maravillosa con una estupenda camisa de cuadros, tomando una taza humeante de café, con una manta gris de pelo sobre los hombros mirando por la ventana que da al bosque mientras un tío bueno me abraza por detrás y me dice que se ha roto el retrete otra vez y que tendremos que volver a hacer pis en ese árbol de enfrente.
Vale que es probable que haya wifi (ya me he informado) y algún bar (uno por lo menos siempre hay) pero dejarlo todo en la urbe y plantarse con una maleta de ruedas allí, en mitad de la nada, no siempre suele cumplir expectativas. El choque de realidad promete ser un buen hostión, así como el tuyo al llegar al pueblo con manoletinas.
El clima no siempre de tu parte, el aislamiento, la soledad, las ramas que se interponen en tu camino, los médicos ambulantes, los supermercados sin superalimentos, los bichos que prefieres estar dentro y no fuera de casa, la inexistencia del teletransporte... Seamos sinceros, aquel espectacular día en la sierra no es representativo: cosas verdes (naturaleza para los puristas) por todos los lados, animalitos simpáticos que corretean a tu alrededor y una buena barbacoa con chupito de pacharán al terminar.
¿Nadie se pregunta por qué en la película «Bajo el sol de la Toscana» eliminaron todos los planos en los que la señora se moría del asco?
Sin embargo, hay gente con una perspectiva más respetable que la mía de urbanita de pueblo que sí es feliz siendo un «neorural» de pata negra, es decir, sintiéndose bien en la vida de pueblo, disfrutando de la naturaleza silenciosa, labrando su huerto verdaderamente ecológico y sostenible y pasando de todo, básicamente. Si hasta el CSIC les ha hecho un estudio por si eran tendencia. Si hasta están organizados por Facebook.
Malditos hippies, pensaréis… MEEEEEC. Error. Los neorurales tienen un perfil poco pueblerino: además de todo lo anterior, también son autónomos necesitados de aire fresco que teletrabajan (con un hilo musical de riachuelo o pajaritos, eso sí) en proyectos relacionados con el diseño, la comunicación, la tecnología… Hacen reuniones con Skype e incluso cuenta la leyenda que presentan sus impuestos de manera telemática.
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