Cuando la imperfección es el mejor complemento o las razones por las que ahora el tamaño sí que importa
Qué vergüenza llevar gafas, ¿verdad? Semejante deshonra que nos hace parecer defectuosas, imperfectas. Pero no, que va, nada más lejos de la realidad. Ahora queremos que se note que las llevamos y que estas enmarquen nuestra cara. O quizás el tiempo verbal correcto no sea el presente, sino el que define nuestra edad y asumir las maravillosas consecuencias que vienen de la mano de cumplir años.
Estaba en tercero o cuarto de primaria cuando me di cuenta de que mi ojo izquierdo funcionaba entre poco y nada. Fue en la clase de Conocimiento del Medio cuando mi maestra, la señorita Nati, nos dijo que podíamos hacer una prueba tapándonos primero un ojo y luego el otro. Cuál fue mi sorpresa al ver... Bueno, de hecho cuál fue mi sorpresa al no ver.
En ese momento me pareció correcto comentárselo a mis padres, que me llevaron a la óptica para hacer una primera comprobación. Ya allí supieron que mi ojo era vago, vaguísimo, algo totalmente impropio de cualquier ápice de mi ser, y que la cosa parecía una mezcla entre hipermetropía y astigmatismo que lo mismo me llevaba a usar un parche durante un tiempo, algo que casi me provocó un trauma infantil solo de imaginarlo, sobre todo cuando el oftalmólogo me especificó que no tenía que preocuparme, que además los había hasta con "dibujitos". Señor, por favor, pare. No nos ponga en ridículo de forma gratuita. Si eso iba a acontecer lo iba a lucir de la forma más adulta y discreta posible. Nada de cochecitos de colores.
Por fortuna, al final con las gafas el problema se fue encauzando, pero tenía que llevar tal aumento que el cristal se salía del armazón cada dos por tres por el peso, ya que este además era metálico y fino, lo que se llevaba por aquel entonces cuando los diseños tipo monturas al aire eran lo más.
Hace apenas una semana inauguré mi treintena, algo que me ha tenido en un brete durante todo 2024, pero los 29 han sido tan complicados y tan repletos de cambios que los 30, de repente, se me comenzaron a antojar apetecibles. Y de llevar unas gafas casi transparentes he pasado a lucir unas que me recuerdan a las que llevaba mi abuela cuando era pequeña, porque además los modelos retro se llevan muchísimo. Esas que adornaban las caras de las mujeres que usaban power suits en los 80 y 90 cuando por fin nos incorporamos de forma masiva al mercado laboral. El que se mueve fuera de casa, quiero decir.
En los 20 años que llevo utilizando este necesario complemento he atravesado las diferentes fases del duelo:
- La negación. Era imposible que yo necesitase gafas cuando con mis dos ojitos abiertos yo veía a la perfección.
- La ira. No iba a ir por el mundo con un ojo guiñado, ¡qué más daba! Si es que no podía ser, ¡y encima la posibilidad de tener que llevar parche!, ¡pero ya está bien, hombre!
- La negociación. Vale, a ver, si tengo que llevarlas que al menos sean monas y en tendencia. Para ver no, pero para escoger los modelos más caros de la óptica siempre tuve buen ojo.
- La depresión. Pfff... ¿en serio voy a tener que llevarlas todo el tiempo?, ¿por qué no para de caérseme el cristal? Y sobre todo, ¿por qué cuando las llevo puestas un ojo parece del tamaño de una bola de billar y el otro lo tengo como normalmente?, ¿se dará cuenta la gente de ello tanto como yo?
- La aceptación. Oye, oye, pero si lo de llevar gafas ni tan mal. Mi padre las tiene desde que tengo uso de razón, ¡y me han dicho que definitivamente no tengo que llevar parche!, ¡y además he recuperado visión! Si es que siempre intento ser la mejor en todo lo que me propongo...
No obstante, el proceso de aceptación quizás haya sido el que más se ha alargado, porque siempre ha habido altibajos. O al menos hasta hace un tiempo. Cada vez que decidía, o tenía, que cambiar de gafas todo se repetía en mayor o menor medida. Era como cortarse el flequillo, ¿tendría el mismo efecto que la vez anterior?
De hecho, llegó un punto, cuando estaba en la universidad, en el que me dispuse a experimentar el mundo de las lentillas. Y me fue fatal: primero porque las que necesito usar son carísimas, no las hay estandarizadas y además nunca se me dio bien ponérmelas, pero sobre todo quitármelas, y me obsesionaba olvidar que las llevaba. Todo mal. Un día casi me desprendo la córnea de forma voluntaria.
Sin embargo, diez años después de eso, he aceptado que las gafas forman parte de mí y que entre ser una rata topo desnuda con monturas al aire y una Iris Apfel de la vida, prefiero lo segundo y valerme de ellas como un complemento con el que definir mi estilo y personalidad, lo mismo que hago con el resto de prendas y accesorios que llevo en mi día a día. Hacer esto consigue que el aura de imperfección física que las rodea se diluya en algo que solo entronca con la estética y que busca la confianza en una misma con un gesto de lo más sencillo. Y aplica siempre, porque la vista cansada es un signo de la edad, pero el paso de los años no conlleva la pérdida del estilo ni de la esencia.
Fotos | Cristina Sobrino Calado et al., 20th Century Fox, captura de pantalla de la cuenta de Instagram de Iris Apfel (@iris.apfel)
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