¿Eres perfeccionista? A pesar de que pueda parecer una virtud, algo deseable y positivo, la realidad es que si no lo tenemos controlado puede convertirse en un enemigo total de nuestra autoestima. ¿Dónde está el límite entre querer que las cosas salgan perfectas y empezar a pasarlo mal por ello? Te contamos cómo mantener a raya el perfeccionismo para que sume en lugar de restar.
Parece que se ha puesto de moda eso de ser perfeccionista, que ha pasado a convertirse en un rasgo deseable, algo de lo que alardear y que abrazamos como parte inherente de nuestro carácter.
En las entrevistas de trabajo se está convirtiendo en una respuesta clásica. ¿Cuál es tu mayor defecto? Ser muy perfeccionista. Como si con ello quisiéramos (y pudiéramos) demostrar que somos tenaces, dedicados a la tarea, pulcros, puntuales... Pero además de que no es así, esto ya causa hastío entre el personal de recursos humanos.
Ni en lo laboral ni en lo personal, la autoexigencia no te va a hacer ningún bien.
La trampa del perfeccionismo
Si te pregunto probablemente me dirás que ser perfeccionista es querer que las cosas salgan bien, que se hagan siguiendo unos criterios que aseguren su calidad, ser detallista y meticulosa... En resumidas cuentas: buscar un 9 sobre 10 en nuestras acciones, ¿me equivoco? Y bueno, si es un 10 mejor que un 9, claro.
Y no te falta razón, eso es, al menos en parte, ser perfeccionista. ¿Dónde está la trampa entonces? En que algo que a priori es deseable se convierte, rápido, implacable, en algo que nos machaca: de ser una fuente de refuerzos a ser vía de castigos.
En consulta el perfeccionismo es algo que hace acto de presencia en un porcentaje altísimo de casos. No es lo que trae a las personas a vernos, pero a nada que empezamos a trabajar descubrimos que detrás de algunas de las cosas que les lleva a venir está esa necesidad de “hacerlo bien” o el miedo a no ser lo suficientemente bueno.
¿Es siempre negativo el perfeccionismo?
No, la realidad es que no, se puede ser perfeccionista y no tener el más mínimo problema.
El límite lo marcará cuánto de exigentes somos, cuánto de “realistas” estamos siendo en esa exigencia que nos autoimponemos y, sobre todas las cosas, el motivo por el que estamos siendo exigentes. Estos tres parámetros trazan el abismo entre lo adaptativo y el hacernos daño.
Tienes que ver el perfeccionismo como un continuo: en un extremo está esa persona que no es nada, nada, nada, perfeccionista, ésa que entregaba los deberes del cole en un papel con machas del bocata de chorizo.
En el otro extremo está esa persona que, a pesar de ser tremendamente competente, preparada y experta, acaba por llegar tarde a la entrega de ese proyecto que le han encargado porque “nunca estaba lo suficientemente bien”, siempre se podía mejorar.
Esos extremos no son adaptativos, llevan a quien los vive a pasarlo mal (al primero le van a suspender, ya lo sabemos, y al último probablemente le despidan). ¿Es entonces negativo el perfeccionismo? No, lo es cuando lo tenemos en un punto de ese continuo que no nos permite funcionar.
La perfección es mentira
Esta es la gran trampa de quienes son perfeccionistas, poder determinar dónde está en realidad el 10, el 100%, “el sobresaliente”.
Cuando acometemos una tarea pensamos que sabemos a dónde queremos llegar con ella, cómo hemos de realizarla para quedar satisfechos, ¿verdad? Pero la realidad es que esa meta, ese límite, cuando somos perfeccionistas lo tenemos móvil, no es fijo.
De esta manera conforme nos vamos acercando a lo que pensábamos que era el final, “el 10”, encontramos nuevas pegas o nuevas formas de mejorar, y movemos, sin darnos cuenta, esa barrera un poco más arriba. Y luego otro poco. Y luego otro poco...
Y así caemos en la trampa, persiguiendo algo que nunca vamos a poder alcanzar porque es un constructo que nosotros mismos vamos moviendo.
El resultado es que como “nunca es suficiente”, como “podríamos haberlo hecho mejor”, al final no terminamos de estar satisfechos y siempre nos queda el “podía haber dado más”. Y claro, a ver qué autoestima resiste semejante machaque.
Con el perfeccionismo descontrolado dejamos de premiarnos por nuestros logros, los valoramos menos o directamente los obviamos, dejando absolutamente hambrienta a nuestra autoestima.
¿Qué puedes hacer para evitar caer en la trampa del perfeccionismo?
Lo primero que tenemos que hacer es cuestionar ese perfeccionismo: ¿de qué nos sirve realmente? ¿Es el perfeccionismo el que hace que hagamos las cosas bien, o hacemos las cosas bien a pesar de ser tan perfeccionistas? Piensa en las ventajas y desventajas de ser perfeccionista. ¿Te compensa?
Tendemos a asociar el perfeccionismo con satisfacción, pero la realidad es que a más perfeccionismo menos satisfacción. Así que cuestiona tus motivos antes de querer aspirar “al 10”.
Una de las cosas que suelo proponer en consulta es someterse a un experimento: ¿qué pasa si esta semana en lugar de apuntar al 10, lo hacemos al 8? De entrada es algo que da un poco de vértigo (¿cómo voy a no querer hacer las cosas “bien”?), pero créeme que el efecto merece la pena.
¿Por qué funciona esto? Porque al eliminar la presión de tener que hacerlo bien afrontamos las tareas de un modo más relajado, lo que nos permite, paradógicamente hacerlas mejor (no hay tanto agobio y autoevaluación negativa).
Como extra tiene que al no haberlo pasado mal disfrutamos de la tarea (o al menos no nos supone un calvario) hace que se convierta en una fuente de refuerzo: “hemos logrado hacer tal o cual cosa”. ¡Bravo!
Querer que las cosas se hagan de un modo eficaz es estupendo. Querer dar lo mejor de nosotros mismos también. Pero exigirnos imposibles, porque la perfección es un imposible (salvo si eres Thor, que entonces todo bien), solo sirve para hacernos daño, para querernos menos. Pon bajo control tu lado más “perfecto” y relaja, verás qué bien te sienta.
Fotos: Pixabay.com
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