Hace pocos días, los periódicos ingleses publicaban las conclusiones de una comisión del parlamento británico, encargada de evaluar la situación de la mutilación genital femenina. El diagnóstico era inequívoco: los miembros de la comisión consideran “un escándalo” que en Gran Bretaña, país que fue pionero en adoptar en 1985 una legislación que castiga la mutilación genital femenina, no se haya conseguido ni una condena en 30 años. Y eso que en sólo tres meses en 2016 se han registrado 1.242 casos.
No es un problema sólo británico. Se estima que en Europa viven 500.000 mujeres víctimas de esta práctica y que otras 180.000 la sufren o están en riesgo de sufrirla cada año.
Qué es la mutilación genital femenina
Para los que no lo sepan, es una práctica extremadamente dolorosa y peligrosa en la que, en la forma menos agresiva, a una niña se le extirpa el clítoris. Se llama ablación. En la peor forma, llamada infibulación, se le cortan los labios mayores o menores y se recolocan de tal manera que, al cicatrizar, cierren su abertura vaginal para dejar sólo un pequeño canal para orinar y menstruar. Estas intervenciones se hacen sin anestesia, sin antibióticos, sin instrumental estéril, sin necesidad ninguna de hacerlo. ¿El objetivo?.. Anular la sexualidad de una mujer. Incluso imposibilitar el sexo. Para que no deshonre a sus padres. Para que pueda casarse. Para que cumpla con su cometido de dejar de ser una boca que alimentar y un peligro andante para la reputación de la familia y pase a ser la propiedad de otro hombre.
Como con toda intervención quirúrgica, hay riesgos: muchas niñas mueren desangradas. Otras, por la infección. Si se salvan de estos dos peligros inmediatos, quedan la dificultad para orinar, las infecciones frecuentes, las menstruaciones largas y dolorosas, los quistes, las complicaciones en los partos, la esterilidad, las depresiones, la ansiedad… Eso sí, el honor de la familia, con un poco de suerte, permanece intacto.
La mutilación genital femenina en Europa
¿Cómo es posible que esto les pase a niñas británicas (también a francesas, italianas o españolas)? De la misma manera que el burkini llegó a nuestras playas: la inmigración. Pero mientras el velo o el “bañador islámico” son signos visibles, la mutilación genital femenina es un horror oculto.
Sin embargo, de vez en cuando, como el abrigo rojo de la niña de Lista de Schindler, en la prensa aparece un caso. Uno como el de Bobo Traoré, la niña francesa de apenas tres meses que murió en 1983 como consecuencia de la ablación que le practicaron sus padres, originarios de Mali.
O el de la niña de madre italiana y padre egipcio que fue sometida a la infibulación, la forma más grave de mutilación genital, en 1999. Su caso fue el primero de este tipo que juzgaron los tribunales italianos.
O el de la niña de Teruel a la que sus padres de Gambia le extirparon el clítoris antes de que cumpliera un año, por lo que el padre fue condenado a seis años de prisión y la madre, a dos. La diferencia en el castigo proviene del hecho que el padre sabía que la mutilación genital femenina está prohibida por la ley española (y no estaba de acuerdo con ello). Su mujer, que acababa de llegar a España, no.
¿Son las leyes la solución?
Todas estas noticias, a pesar de contar el horror por el que pasan las niñas, demuestran una cosa buena: nos hemos preocupado por desarrollar leyes que castiguen estos hechos. ¿Pero cuánto de cerca estamos de solucionar el problema?..
Como europeos que somos, intentamos solucionar los problemas a la manera europea: con leyes. Pensamos que las leyes expresan un acuerdo amplio sobre un tema, la voluntad de todos nosotros, así que prohibir algo hará que desaparezca. Por eso uno de los temas en el que se centró el debate del burkini este verano, por ejemplo, era si prohibirlo o no.
Lo que olvidamos nosotros, los europeos, es que para llegar a esto tuvimos que pasar por siglos de convivencia difícil en los que aprendimos, de manera dolorosa a veces, los valores que hacen posible nuestra sociedad actual: el imperio de la ley, la equidad y la libertad. Que para que una persona vea lo absurdo y humillante de una práctica tiene que entender primero que la responsabilidad de un acto es del que lo comete, no del que lo sufre. Que si te hace daño, te provoca secuelas y te impide vivir con plenitud, no es muestra de amor. Y aunque se le practique a un 98% de las mujeres de un país, como en Somalia, sigue sin ser “cultura” o “tradición”. Es un crimen.
Por qué tenemos que luchar por eliminar la mutilación genital femenina
¿Y qué hacemos? O más importante aún, ¿tenemos que hacer algo? ¿No podemos declarar que es un problema “suyo” y desentendernos? Creo que no podemos. Así como no podemos parar la inmigración.
Para que nuestras hijas, nacidas en Europa y de aspecto europeo, disfruten de mayor igualdad y menor machismo (sí, todavía queda trabajo por hacer), sus amigas, nacidas en Gambia, Sudán o Mali, de aspecto africano, tienen que recibir el mismo trato y la misma protección. Si no, los derechos de los que disfrutamos como mujeres occidentales serán sólo un privilegio, algo que nos han concedido porque nuestra sociedad se lo puede permitir, no porque sea justo.
Creo que no podemos dejar que a una niña se le haga daño sólo por ser niña. Y tampoco que a una mujer se la obligue bañarse vestida sólo por ser mujer. Porque el razonamiento que justifica los dos hechos es el mismo: son mujeres, hay que controlarlas, hay que minimizar el daño que puedan provocar.
La gravedad del primer hecho hace lógica su prohibición por la ley. Prohibir lo segundo sería contradecir uno de nuestros valores fundamentales: la libertad individual. Lo difícil de luchar contra la mutilación genital femenina es su invisibilidad. La ventaja del burkini es que es visible, hace público ese razonamiento discriminatorio. Justamente por eso el debate del burkini es una gran oportunidad para enseñar a nuestros nuevos vecinos, compañeros de trabajo, padres del cole lo importante: los hombres y las mujeres son iguales, con los mismos derechos y las mismas responsabilidades. No es algo que sólo pasa aquí, no es una extraña tradición local, es un valor universal.
Sería una pena no aprovecharlo.
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