Ayer fui a tomar algo a casa de una amiga. Hace tiempo que no nos veíamos, así que pasamos unas cuantas horas de charlas en su terraza. Ya sabes: cosas de trabajo, la situación política del país y los libros que nos cautivan (si creías que hablábamos de hombres y maquillaje, el mundo está peor de lo que me imaginaba). Entre una cosa y otra, me quedé en su casa para cenar. Cenamos las cuatro: su sobrina de trece años junto a una compañera de clase (ellas sí hablaban de chicos y maquillaje), mi amiga y yo.
Ángela, la sobrina, llevaba esos shorts minúsculos que a los adultos nos escandalizan tanto. A su edad ya tenía la menstruación, un tatuaje y un novio. Y unas ambiciones muy claras. «¿Qué quieres ser de … adulta?», le pregunté y me sentí imbécil y vieja a partes iguales.
—Quiero ser como ... (pon un nombre de una bloguera de moda)—, me dijo sin pestañear siquiera.
—Y yo como La Vecina Rubia— me sorprendió la amiga de Ángela.
— ¿Porque le encanta una buena ortografía?— le pregunté, esperanzada.
Parece que no entendía bien mi pregunta:
— Hmm…Por ser famosa, como la otra, pero sin que nadie sepa quién es.
—¡Jon Kortajarena sí que lo sabe!— dijo Ángela y se mordió el labio inferior.
Se rieron a la vez. Mi amiga y yo nos reímos también. Vete a saber por qué.
Ellas querían ser famosas. Les daba igual de qué manera. Mientras una quería ser reconocida, la otra preferiría quedarse en la sombra. Pero ambas buscaban más o menos lo mismo: éxito en las redes sociales.
No voy a maldecir la nueva generación, también tienen cosas buenas. No seamos como nuestros abuelos que nos trataban de tontos por ser diferentes.
Las ansias de fama poco tienen que ver con la nueva generación. Mucha gente de mi edad daría un riñón por salir en la tele; nuestras abuelas, en su día, hubiesen matado por ser “la señora de”. Siempre hubo gente que quería destacar. La diferencia está en que ahora, con la llegada de las redes sociales, resulta más fácil ser celebrity: ni siquiera hace falta ser alguien en especial o tener profundos conocimientos de algo. Una buena idea y mucho morro- son las claves del éxito. Ser famoso no es nada malo. Lo malo es querer destacar a cualquier precio, vivir para ser visible, perder el sueño por tener seguidores, sentirte superior por ser admirado. Y, muy a mi pesar, cada día hay más gente cuya prioridad es ser “influencer”.
No os voy a mentir, me habría gustado que la amiga de Ángela admirase a La Vecina Rubia por su intelecto (que es más que obvio) y su maravilloso sentido de humor. También me hubiese hecho feliz que Ángela soñase con ser Ellen Degeneres, Emma Watson, Chimamanda Ngozi Adichie o Lena Dunham, y no una bloguera de moda (con todo mi respeto). Me habría encantado que ambas entendieran que ser influyente está bien, pero sólo si tienes unos valores que trasmitir a los demás.
Cómo le explico a una niña de trece años la importancia de luchar para un futuro mejor. Que es mejor “nos ser nadie” y aportar algo pequeño, porque algo grande siempre empieza por muchas piezas minúsculas. Cómo le trasmito que lo esencial es ser buena persona y que la superficialidad y la bondad jamás van de la mano, ya que los valores de una persona superficial fallan de base. Cómo convencerla de que la cultura tiene más atractivo que el iPhone X y que tener una librería llena puede darte más placer que un armario a rebosar (en muchas ocasiones, ambas cosas no conviven en la misma casa).
¿Cómo puedo alejarla de un mundo de las it-girls donde lo que más cuenta es tener una vida “mostrable” y una galería ejemplar? Donde ser influencer no tiene nada que ver con tener influencia, sino ser conocidos. Donde el éxito no es tener amigos que te abrazan, sino seguidores que te alaban.
¿Cómo le hago ver a Ángela que la felicidad es una mirada cómplice y una sonrisa no compartida en Instagram?
«La vida es lo que te sucede fuera de la pantalla», le suelto y me siento ridícula ante ellas.
Ángela me mira con lástima:
—Ya, claro—, me dice. —Pero si tienes 500.000 seguidores, tu vida es mucho mejor, créeme.
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