Cómo empecé a meditar, superé la frustración de no saber hacerlo y conseguí calmar la ansiedad
El estrés del día a día, tener mil cosas que hacer y no llegar a todo, me llevó a tomar una decisión drástica hace cosa de un mes: he empezado a meditar. Ahora soy la amiga que te lo cuenta sin medias tintas. Spoiler: al principio no mola nada, pero hay un momento en el que todo encaja y ocurre en la tercera semana.
Cómo empezar a meditar desde cero
Cuando quise ponerme a meditar me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de por dónde empezar. Meditar sin ser yo nada de eso no iba a ser cosa sencilla. Por eso recurrí a Paula Baldomir, profesora de yoga y practicante experta de meditación. Su primer consejo: para principiantes lo ideal es la meditación guiada.
En mi caso aposté por la guía Headspace de meditación de Netflix y aproveché que estoy suscrita a la plataforma para no tener que pagar una app nueva. Ratilla, sí soy. Es una serie de ocho capítulos que te guía por imágenes y voz para ayudarte a comenzar la ardua tarea de conseguir la atención plena. Adelanto, not easy my friends.
Escoger la modalidad de meditación
Cuando empecé a informarme sobre las bondades de meditar, mi experta de cabecera me dio muchas formas de hacerlo. Desde meditar sobre los pensamientos a medida que pasan hasta meditar para calmar la mente antes de dormir, para generar endorfinas y para resetear la mente. Yo aposté por la opción de calma y relajación, muy centrada en la respiración y en la atención plena.
Escogí esta opción porque es la que ofrece la serie de Netflix, en la que el narrador no para de recordarte que te centres en tu propia respiración. El punto de partida iba a ser más sencillo de esa forma, pero yo sumé la consciencia corporal en la segunda semana para tener un ancla que evitara que mi cabeza divagara. Básicamente, consiste en ir centrando la mente en partes determinadas del cuerpo.
Retos y dificultades que me encontré al empezar a meditar
Una amiga que adora meditar me recomendó Biografía del Silencio para empezar y yo siempre me fío del criterio de mis amigas. Así que se lo tomé prestado y le eché una ojeada. El autor decía que lo que más cuesta de meditar es buscar el momento y sentarse a hacerlo. Confirmo que esto es, de lejos, lo más difícil de todo el proceso. Pero no es lo único: estas son todas las trabas que me encontré.
Biografía del silencio: Breve ensayo sobre la meditación (Narrativa)
Encontrar el momento para meditar sin excusas
Hay muchísimas razones y excusas para no hacerlo. Me he enfrentado a todas ellas: cinco minutitos más, el perro quiere salir a pasear, me ha surgido un plan y lo hago luego, por no hacerlo un día no pasa nada...Por eso decidí que tenía que incluirlo en mis rutinas y darle la misma importancia que al comer, dormir o trabajar. Siempre hay tiempo para lo que es importante que diría Stephen Covey.
Decidí incluirlo a última hora del día para bajar los decibelios de la jornada e irme a dormir relajada y con la mente en calma. Así que cada noche, después de cenar, ver una serie y chequear Instagram y TikTok llega el momento. Sin excusas y poco a poco, aunque sea solo 5 minutos para ir tomando costumbre. Y después fui aumentando los tiempos paulatinamente, en función de cómo iba mejorando mi capacidad para concentrarme.
Sentir que meditar es perder el tiempo
Otra de las dificultades que encontré es tener que romper con mi dismorfia de la productividad. Es decir, sentir que cuando me siento a meditar estoy perdiendo tiempo de trabajo, de avanzar en tareas de la casa o cosas que tengo pendientes.
No ayudó demasiado que la serie de Netflix comience con "¿Cuándo fue la última vez que no hiciste nada?" Bien de culpabilidad. Tuve que recordarme de forma activa en muchas ocasiones que ese era un tiempo de calidad para mí y que yo soy una prioridad. Funcionó, pero durante la primera semana fue un drama.
Encontrar la postura para hacerlo
Antes de empezar vi muchos vídeos y leí mucho sobre cuál es la postura correcta para meditar. Muchas personas apuestan por hacerlo tumbados y, sinceramente, no lo recomiendo. Te quedas dormida, literalmente hablando.
Probé en muchas posiciones y encontré mi favorita a pasitos. En primer lugar, descubrí que sentada es mejor que tumbada. Especialmente en el suelo, porque sientes más la parte inferior de ti misma y te ayuda a tomar conciencia de todo tu cuerpo con más facilidad. Eso sí, cojín debajo del culo y espalda recta para evitar encorvarse y terminar hecha un higo con dolores musculares.
Conseguir la utopía de la "atención plena"
El objetivo de meditar es alcanzar ese estado de atención plena que a mí me sonaba tan utópico como aprender a levitar. En mi caso me duraba unos segundos antes de que mi mente comenzara a divagar y se perdiera en un montón de pensamientos intrusivos que hacían pop en mi cabeza sin previo aviso.
La propia meditación guiada te avisa que es normal que la mente se disperse y, cada poco tiempo, te recuerda volver a poner el foco en la respiración y regresar al presente. Algo que me ayudó mucho, sobre todo al principio cuando no era capaz de ubicarme yo sola.
En los comienzos ocurre a menudo, es frustrante y genera esa sensación de "no valgo para meditar". Esto, amigas, lo solucioné con constancia y práctica. Para mí, la clave para no abandonar en este punto fue tener una actitud curiosa, analizar los lugares a los que iba mi mente y permitirme esos pensamientos como algo que llega, pasa y se va. Y después, volver a focalizarme en la respiración y en sentir determinadas partes del cuerpo.
Beneficios de meditar durante un mes todos los días
La frustración del principio me hizo buscar un montón de soluciones para evitar abandonar. Una de ellas fue hacer un diario de sensaciones y de avances para leerlo cuando sintiera que no iba a ningún sitio. Ha resultado ser la herramienta más útil, así que la comparto con todas para que veáis que sí se avanza y que sí hay evolución.
Semana 1: sentir calma
Los primeros días se resumen en frustración. Me daba pereza sentarme a hacerlo, quería irme a dormir y tuve mucha tentación de abandonar. Ni confirmo ni desmiento que, si no fuera porque mis jefes querían este artículo, habría pasado un kilo de meditar.
Pero cambié el chip y me obligué a hacerlo parte de mi rutina, sin exigirme demasiado. Le dedicaba tiempos cortos de 5 a 8 minutos, porque era lo máximo que conseguía centrarme en la respiración sin empezar a divagar.
En estos primeros días optimicé también la postura y, para el final de la primera semana, conseguí llegar a 15 minutos de meditación sintiendo calma. Eso sí, con la enorme duda de saber si estaba haciéndolo bien o experimentando las sensaciones correctas.
Semana 2: conciencia corporal y relajación
Como me estaba costando tanto mantener el foco en la respiración pedí consejo a Paula Baldomir y ella me recomendó sumar la conciencia corporal a la ecuación. Consiste en centrar tu mente en sentir una parte del cuerpo en concreto (que puede ir variando a medida que pasan los minutos). De esa forma la cabeza está ocupada y no empieza a divagar.
Para practicar la conciencia corporal hay que focalizar toda la atención de nuestra mente en sentir una parte del cuerpo. Por ejemplo, la mano. Centra tu atención en cómo se siente la temperatura ambiente, en repasar mentalmente cada nudillo, cada uña, cada dedo. Dedícale tiempo y cuando sientas que comienzas a perder el foco, cambia de parte del cuerpo.
Esta mejora fue clave para empezar a cogerle el gustillo a la meditación. No sabría explicar muy bien qué es lo que ha cambiado, pero la sensación de calma y relajación es más intensa y diferente. Me iba a dormir como si acabara de darme una ducha de agua caliente.
Semana 3: soltar ansiedad y ordenar pensamientos
La tercera semana es la buena, la bonita, la que merece más la pena. Una vez me hice a la respiración controlada y serena y conseguí mantener el foco más tiempo, el tiempo vuela y una meditación de 20 minutos pasa muy rápido. ¿Qué ocurre en ese ratito?
En mi caso, siento que soy capaz de dejar que los pensamientos pasen por mi mente a un nivel de conciencia diferente. Dejo que lleguen, que pasen y que se vayan dándoles su espacio sin juicio alguno. Mi proceso fue aprender a imaginarlos como personas con pancartas que llegan por una calle andando, me enseñan lo que pone en la pancarta (el pensamiento) y se marchan sin más.
A efectos físicos y psicológicos, este ejercicio se tradujo en menos ansiedad en mi día a día, más capacidad para ordenar mis pensamientos y saber reconocer mis estados de ánimo y niveles de estrés. Es un alivio, hasta sentí que el cuerpo me pesaba menos.
Semana 4: más autoestima, más presencia y mejor calidad de sueño
Conseguir entrenar mi mente de esta forma ha tenido muchas repercusiones positivas en mi vida. En primer lugar, ser capaz de concentrarme en mi presente ha hecho que tenga menos pensamientos ansiosos sobre el futuro, lo que también me ayuda a dormir mejor y ahorrarme esas ideas intrusivas que se presentan sin invitación a las mil de la mañana.
Además, repasar el proceso y recordar que hace unas pocas semanas no lo veía viable me ha hecho sentir muy bien conmigo misma, mejorando mi autoestima y la autocrítica que tengo hacia mis capacidades.
Por eso, la meditación es una rutina que ha llegado para quedarse en mi vida como complemento a la terapia, a los buenos hábitos y autocuidados.
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