Desde hace siete años mi vida es un miércoles que no acaba nunca, el día más aburrido de la semana. Y es de que desde hace siete años vivo a dieta eterna, que es como una cadena perpetua pero sin derecho a las visitas conyugales de mi adorada pizza.
Durante este tiempo he probado todas las dietas (las de moda, las tradicionales, las buenas y las menos buenas) y no he conseguido convertirme en la mujer que me prometían con ninguna de ellas. Sí, igual que le pasa a Plum, la protagonista de la serie Dietland (en este artículo te contamos de qué iba y por qué nos ha enganchado tanto).
Estar a dieta eterna no es una decisión personal ni en mi caso un grave problema estético. En el año 2011 me diagnosticaron hipotiroidismo y mi metabolismo es tan lento como realizar el más aburrido trámite burocrático que puedas imaginar.
Si no quiero convertirme en un equivalente a una cordillera de tamaño mediano tengo que controlar absolutamente todo lo que entra. Y aún así me cuesta evitar que se me acumulen los kilos de más.
A pesar de vivir controlando cada cosa que ingiero o bebo, de esforzarme por hacer más ejercicio (algo que por ejemplo la protagonista de Dietland ni se plantea como parte necesaria de su programa de pérdida de peso), no he conseguido bajar ni un solo kilo en todo este tiempo. Ni tampoco acostumbrarme a que no puedo comer lo mismo que la gente que me rodea. O lo que me apetezca. Vamos, lo que hacen los demás.
Todo lo que hay en mi plato ha sido cuidadosamente planificado. En concreto, por una profesional de la nutrición. Sí, contratarla ha sido una de las mejores decisiones que he tomado en mi vida y tengo que reconocer que como estupendamente y si los análisis de sangre contaran para nota, yo este año tendría matrícula de honor.
Pero no he conseguido adelgazar los kilos que según mi médico me sobran. Ni siquiera acercarme a la cifra. Y sufro. Sufro en silencio, como en aquel anuncio tan conocido.
Las frutas y las verduras de colores son más fotogénicas que Kaia Gerber y Kendall Jenner juntas, pero a la hora de la verdad no están tan ricas como un buen plato de espaguetis a la boloñesa, se pongan como se pongan. Y las pechugas de pollo a la brasa, tan doradas en los bancos de imágenes, en la vida real tienen un sabor a decepción que no termina de llenarme.
Qué implica vivir a dieta perpetua (para mí)
He aquí algunos ejemplos:
Hacer todas las semanas una planificación de todas y cada una de mis comidas, como si dirigiera un comedor infantil.
Tardar horas en hacer la compra, sometiendo a una investigación exhaustiva a cada producto que meto en el carro que ni que me estuviera formando para formar parte de la CIA.
Que nunca puedo salir de casa sin una selección de snacks de la categoría “¿y si?”. ¿Y si no puedo volver a casa a comer? ¿Y si me quedo atrapada en el metro? ¿Y si en la reunión de la oficina hay bandejas de donuts y mi estómago decide dar un golpe de estado?
Consultar hasta con tres días de antelación la carta del restaurante en el que he quedado para cenar para ver si hay alguna opción que pueda permitirme el lujo de pedir.
Acudir a todos los eventos sociales con mi propia comida y tener que estar dando explicaciones todo el tiempo de por qué lo hago.
Tomar agua con gas en un vaso con hielo y una rodaja de limón para que nadie me presione para que pida una bebida "de verdad".
Que todo el mundo me pregunte que cómo lo aguanto y me digan lo mucho que me admiran (pero en el fondo sientan lástima por mí).
Un día cualquiera en Dietland
Las mañanas en Dietland son el mejor momento del día porque es cuando me puedo comer una rebanada de pan acompañada de un montón de cosas que me gustan: salmón ahumado, huevo revuelto, aguacate, aceite de oliva y tomate, etc. A veces echo de menos tomarme una magdalena o un bollo, como hace mucha gente a mi alrededor, pero soy muy feliz con las opciones que tengo ante mí.
El resto del día ya no es un camino de rosas, por mucho que yo intente currarme cada comida y sacar lo mejor de mis posibilidades. Es decir: tengo que invertir mucho tiempo en pensar, comprar y cocinar si no quiero sentirme como el protagonista de Atrapado en el tiempo, un Día de la Marmota eterno en el que la ensalada mixta y la pechuga de pollo a la parrilla son las opciones más fáciles. Me paso horas buscando recetas sanas, haciendo listas de ingredientes, testando recetas y buscando ideas para comer verduras de una forma diferente que no sean hervidas o a la plancha y ya está.
Por supuesto, la comida procesada está completamente prohibida, al igual que la pizza, el arroz con leche, las croquetas, los churros y todas las cosas por las que merece la pena vivir. Es broma, también la vida tiene sentido cuando te ponen una lubina a la espalda espectacular y unos tomates jugosos y bien aliñados. Pero, amigos, no siempre es fácil conseguir esas cosas y en la variedad está la diversión.
Una de las primeras cosas que aprendí con mi nutricionista es que hay que comer de todo, pero también hacerse a la idea de que las cantidades a las que estamos habituados son una burrada. Yo no cuento calorías, yo peso alimentos.
Vamos, que si quiero comer algo de pasta la ración no debería abultar más que con lo que me entre en la palma de la mano. Eso equivale a una quinta parte de lo que te pueden servir en cualquier restaurante y te deja con la sensación de que en realidad no has comido nada. Pero lo mismo ocurre con todas las demás cosas, con el pollo, el pescado, la carne, las legumbres... Llevo tanto tiempo pesando la comida que me he convertido en una báscula humana y ya sé perfectamente lo que pesa ese filete solamente con mirarlo. Lo mismo ocurre con todo lo demás y os aseguro, en general, todas las veces estamos comiendo muchísimo más de lo que deberíamos. A veces el doble.
Las cenas son la parte más dura del día. Cuando toda la tensión acumulada hace que la tentación de compartir una cerveza con tu pareja sea irresistible, cuando te sientas en la mesa con tu familia y tu plato parece una versión pobre de los suyos, cuando regalarías tu mejor bolso a cambio de un trozo de pan.
Personalmente intento acelerar el proceso, terminar lo antes posible y convertirlo en algo funcional, mecánico y racional, para que implique el menor sufrimiento posible. Y en las noches más duras, cuando algo dentro de mí me pide dulce a gritos, entonces sigo las instrucciones de mi nutricionista, tomo una onza de chocolate negro y sin azúcar y me dedico a roerla como un pequeño ratoncillo durante media hora. Alargando ese pequeño trocito como si fuera toda una tableta.
No me voy a la cama con hambre, es verdad. Pero sí con la sensación de que nada me ha llenado e intento dormirme rápido, para no pensar en lo que hubiera podido ser.
Por supuesto, en Dietland la expresión de que hay que comer de todo no significa lo que muchos piensan que significa. Comer de todo implica que no hay que eliminar ningún grupo de alimentos como la fruta, las verduras, los hidratos, las proteínas o las grasas. Pero en ese grupo no entra el vino, las chuches, las tartas de cumpleaños, los Doritos y los Calippos que tanto me han gustado desde niña. A veces es difícil hacerse a la idea de que tengo que decirles adiós para siempre.
Hacer deporte es imprescindible en Dietland. Y ahora en mi vida, porque nunca me había planteado lo importante que era hasta que he comenzado a notar los resultados.
Comencé hace años a andar, pero no dando paseos, sino en serio, dedicándole mucho tiempo, con la ropa adecuada y a buen ritmo (lo suficiente como para casi no poder mantener una conversación). Además, descubrí el Pilates con máquinas y este último año he cambiado a la versión aérea, que considero bastante más dura y complicada (a veces le digo a mi monitor que si me está entrenando para que me contraten en el Circo del Sol).
¿He adelgazado algo desde que practico ambas cosas? Nada de nada, pero es cierto que estoy en mejor forma física que nunca y he recuperado parte de la flexibilidad de la que tanto presumía cuando era niña, puedo subir tramos y tramos de escaleras sin problemas y aguanto lo que me echen.
Vivir siempre con hambre (pero no la que la gente cree)
Me pregunto si la ansiedad engorda... porque yo me la estoy tragando todo el tiempo. Reconozco que no paso hambre... física. Pero sí emocional. Especialmente cuando salgo de mi casa y tengo que acudir a cualquier evento social.
Por ejemplo, estudiar la carta de muchos restaurantes para encontrar una opción que me convenga es más difícil que sacarse las oposiciones a registrador de la propiedad.
Y la solución más fácil para aprobar con nota es optar por la clásica ensalada con el aliño aparte (y me quita el queso, los picatostes y todas las cosas que estén ricas, por favor) acompañada de un pescado a la plancha. Sí, sabroso si está bien hecho, pero me aburro muchísimo y no puedo evitar lanzar miradas de envidia a los platos de los otros comensales, pensando en si esa patata frita estará tan crujiente como aparenta por su dorado y desviando la mirada cuando llegan los postres y el mío es un triste café con hielo.
Trabajo mucho, muchísimo, para no boicotear mis buenos propósitos a diario. En definitiva, para convencerme de que realmente yo no estoy a dieta y de que lo que estoy haciendo es comer mucho mejor (la verdad) y cuidarme mucho (muy cierto).
La mayoría de las veces la estrategia funciona y vivo convencida de las decisiones que tomo y orgullosa de haber dado este vuelco a mi vida. Es cierto: no he conseguido perder esos kilos que me sobran según mi endocrino, pero tampoco he engordado en todos estos años y los resultados de mis análisis siguen siendo envidiables.
Pero, a veces... A veces me desmorono y pienso en lo injusto que es todo esto y por qué yo no me puedo comer un plato de pasta hasta arriba con la misma indulgencia que muchos de mis amigos (que aparentemente no pagan ninguna consecuencia).
Esto es para toda la vida
Cuando tenía quince años desayunaba galletas Digestive untadas con mantequilla. En ocasiones cierro los ojos y las puedo saborear. Pero sé que no voy a volver a hacerlo nunca más. Vivir en Dietland significa asumir que esto no volverá a ocurrir ( a no ser que haya un Apocalipsis Zombie y lo único que encuentre para sobrevivir sean galletas Digestive y mantequilla, por supuesto).
Sé que mi futuro seguirá estando repleto de planificación de menús, de visitas al mercado para comprar fruta y verdura fresca, de más pescado que carne roja y de muchísima menos pasta de la que me gustaría tomar. No espero que nadie invente una píldora mágica que acabe con mi problema de repente y me dé vía libre para atiborrarme a pasteles y helados. Adelgazar no es tan fácil como parece y es un problema mucho más complejo de lo que pensábamos (como podéis leer en este artículo de nuestro compañero de Directo al Paladar).
Al revés, creo que el futuro va precisamente en la misma dirección que yo ya he tomado hace años: en aprender todos a comer mejor y en cuidar lo que ingerimos para mantenermos más sanos durante más tiempo. Pero hasta que eso se normalice, yo soy la que nada a contracorriente, la rebelde que se presenta a la barbacoa de la familia con unas pechugas de pollo para que se les hagan a la brasa y la única que no toma el pastel después de que soplen las velas.
Fotos| Dietland
En Trendencias| Adelgazar: 7 falsos mitos sobre las cenas que tienes que saber si te pones a dieta
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