–Mamá, ya no es lo mismo que antes.
-Nunca es lo mismo que antes.
-Ya.
-¿Dónde estás ahora mismo?
-En la oficina.
-¿Y tienes ganas de volver a casa?
-No.
-Pues ya sabes.
No me gusta llamar a mi madre por cosas como esta. Por el “pues ya sabes”. Por el “te lo dije”. Por el “bueno, tú dirás”. Pero, en el fondo, la llamo precisamente por eso. Porque ella es la única persona del mundo, cuyo “te lo dije” no duele de la misma manera que el de los demás. Cuyos “pues ya sabes” son un “Y si pasa algo, vuelve a casa”.
Aquel día, sentada en la oficina, ya no tenía ganas de estar en el comedor de mi casa, viendo a mi novio vestido con un chandal y sumergido en el nuevo capítulo de “El Juego de Tronos”. Su ropa no tenía nada que ver, tampoco la serie. Era yo.
Yo ya no le quería.
Mi madre lo llama “el momento clic”, pero yo sé que de “clic” no tiene nada. Nadie deja de querer a nadie de un día para el otro. Nadie, de repente, empieza a odiar las poses, los gestos, las miradas. Nadie, en su sano juicio, deja de querer compartir su vida con alguien.
Sucede poco a poco. Palabra por palabra. Descuido por descuido. No-beso por no-beso. Es acumulable, como lo son los puntos de fidelidad de Caprabo. Cuando hay muchos tienes un descuento. Un descuento en vuestra relación.
No era la primera vez que un pijama me despertaba desesperación. El pijama no tenía la culpa. Lo cierto es que es muy difícil de repartir las culpas, cuando el fondo se desgasta.
Hay algo que sé a ciencia cierta (y menos mal): todos los momentos de desgana se dividen en “desamores” y en “finales”. Un final es una colección de desamores. Su turno llega cuando entre un desamor y otro ya no hay respiro. Ese respiro ya no existe por la falta de diálogo y de interés.
Voy a intentar explicarme, aunque me cueste. Me encanta escribir sobre casi todas las cosas, pero el desamor no es uno de estos temas. Porque los desamores duelen. Porque abren las cicatrices. Y si no las abren, hacen que las viejas heridas escuezan.
Un desamor es algo momentáneo. Puede durar desde unos días hasta un par de semanas. Todo lo que tiene que ver con tu pareja te molesta: la casa huele a su perfume, él está despeinado todo el rato, le gustan las series de terror… Lo curioso es que esas mismas cosas son las que te habían enamorado de él. No falla.
Pero la duración de un desamor, igual que su total caducidad, depende de la costumbre que tenéis de hablar de estas cosas. Una amiga mía, cuando lo siente, le dice a su pareja: “Creo que estoy pasando por un desamor”. Y ambos se preocupan, reaccionan, hablan y vuelven a enamorarse. Porque saben que es algo natural, pero necesita un tratamiento. Y es que por mucho que leamos en las revistas femeninas que “hay que mantener la llama”, esa tal “llama” no depende de uno. Y, además, quema.
“El final” llega cuando el diálogo es monosílabo. Lo reconoces. Ya no te vale hablar; ya no te interesa pensar “y qué pasa si…”; ya no te da pereza el proceso del duelo…. Sólo que ya no puedes más, y es la única verdad que hay.
Si has llegado a este punto, es que hay muchos otros que os habíais saltado ya. Y puede que sea la hora de dar un paso.
Mi consejo es que no tengas prisa en darlo: sal de la oficina, vete a casa, vuelve a mirar su pijama. Fíjate en la expresión de su cara mientras ve la su serie favorita, mira en sus ojos.
Y si algo se mueve en tu interior, abrázale.
Pero si no notas nada, quizás sea hora de hablarlo.
Yo tuve que hacerlo en su día. Y el alivio fue mutuo.
Ah, y una cosa más: llama siempre a tu madre. Pero antes que te suelte un “pues ya sabes”, dile que la quieres. Funciona siempre. Y, además, es la verdad
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