Hace poco una amiga me contó que había conocido a un chico. Ok. Bien. Guay. Enhorabuena. Mis bendiciones. Todo correcto hasta que me dijo: «Es un poco raro, no tiene Whatsapp». ¿Cómo que no tiene Whatsapp? ¿Con qué tipo de psicópata has quedado? Y más importante, ¿cómo habéis quedado? Los muy vintage se habían estado mandando mensajes de texto toda la tarde como si tuviesen una edad mental de… no, espera. Los niños ya nacen con una tablet bajo el brazo y se hacen selfies antes de saber decir selfie y de saber incluso qué es un selfie. Total, que se enviaron SMS. Socorro-Mensajesdetexto-Socorro.
Detrás de ese misterioso hombre se escondía algo mucho más horrible: un hombre sin Facebook, sin Twitter o por supuesto sin un Instagram con el que poder juzgarle por sus fotos.
Ahora conocemos a más gente en las redes sociales que en los bares o en los propios baños de los bares. Conocer no solo de cruzar miradas o empujones, no. Conocer de conocer. Sabemos qué comen los domingos, qué película están viendo el sábados por la tarde o cuándo cumplen años sus primos pequeños. Sin preguntar sabemos más de lo que ellos mismos nos contarían. Más incluso de lo que preguntaríamos en una primera cita sin movernos de la mesa. Solo con mirar el móvil desde el sofá tenemos más información que hablando sin parar durante un encuentro de nueve horas (con suerte). Álbumes enteros de las vacaciones de los últimos tres años, canciones con las que se levanta o series con las que se acuesta. Ya sabes cuando le cambia de humor, cuando se rebela o cuando necesita un abrazo. Y ahí, cuando sabes que le darías un abrazo, justo ahí, es donde te planteas ir a un bar. O a un hotel, yo qué sé.
Cada vez es más frecuente que el bar sea el cuarto o quinto lugar en el que os encontráis. Os cruzáis en Twitter, pasáis a Facebook, intercambiáis Whatsapp y termináis en Instagram y por fin (y casi por aquello del abrazo) os veis de verdad. Os enfrentáis a la realidad. Os observáis sin una pantalla de por medio, contáis pestañeos, comprobáis que nadie se muerde las uñas y os oléis como animalicos en celo. Hasta aquí todo normal. Para la gente menos normal, por supuesto. Cuéntale esto a mi madre.
Ahora "lo normal" es bucear y tirarse en plancha. Antes "lo normal" era darse agua en las muñecas y en la nuca.
¿Quién no ha conocido a alguien y lo primero que hace es buscarle en Google? ¿Qué pasará, qué misterios habrá, pudo ser ayer mi gran noche? Le das un buen repaso a todas sus redes sociales y vale, muy normal no parece pero oye, tú tampoco. Pero… ¿qué pasaría si conoces a alguien y te dice que no tiene Facebook? Del «me da miedo» al «me está ocultando algo» pasando por el «¿pero entonces qué hace con su vida?». Yo me indignaría muy fuerte. ¿Cómo puede ser que no tenga Facebook? ¿Cómo voy a saber lo que hace? ¿Cómo voy a saber si me da vergüenza ajena? Y lo más importante: ¿cómo voy a saber realmente quién es ese hombre? (que me mira y me desnuda, por supuesto).
Yo no paraba de pensar en mi amiga y en el aquel chico con su Nokia 8330 y su juego de la serpiente. Un día, después de reflexionar mucho (por lo menos 20 minutos), quedé con mi amiga y le dije bastante preocupada: «Piénsalo bien, ¿tú te casarías con alguien que no tienes agregado a Facebook?» y ella me contestó: «Estoy con otro que he conocido en Tinder».
Ahora sí. Mucho mejor. Mucho más normal. Me quedo mucho más tranquila.
Fotos | Anvica, Kevin Dooley
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