¡Aaay, el amor! Por muy cínicas que queramos ser o muy descreídas que nos haya vuelto la experiencia, ¿quién no quiere sentir mariposas en el estómago de vez en cuando? En ese subidón de endorfinas que nos invade cuando estamos enamorados, llega siempre un momento crítico: el de dar el siguiente paso. Vivir juntos. Y eso sí que es una prueba de fuego para el amor diseccionada en pequeños momentos como estos:
La visita a Ikea
Lo bueno de la convivencia es que ya se pone a prueba el primer día. Urge una estadística sobre el número de parejas que no han llegado a mudarse juntas por culpa de una bronca basada en la incapacidad de él para orientarse en Ikea y la de ella para cargar una estantería Billy en lugar de ese jarroncito rosa palo tan cuqui.
Compartir el espacio
Lo hemos logrado. Ya estamos instalados. Armarios montados (él consideró innecesario contratar el servicio de montaje, lo cual dio lugar a la bronca número 2 cuando no supiste qué diablos tenías que darle cuando te pidió una llave allen). Hay hombres que aún no han asumido que el reparto de espacio en un armario es 75-25. Ellos no tienen faldas, ni vestidos, ni botas altas (espero), ni bolsos... Si él se rebela contra esta realidad (y contra el hecho de que, en un par de meses, será 85-15), tendremos un nuevo obstáculo de convivencia.
La democracia del mando a distancia
Puede que os sorprenda el dato, pero nuestros chicos no están siempre dispuestos a ver un capítulo de Gossip Girl. Es incomprensible, lo sé. Aquí solo hay dos soluciones: que uno de los dos se exilie en un segundo televisor o poner un calendario de propiedad del mando a distancia. Cualquier otra opción puede ser la guerra.
Tareas domésticas: la pesadilla
Hasta hace unos años, el drama era que los chicos no aportaban nada y las tareas domésticas acababan recayendo en nosotras. Por suerte, los tiempos han cambiado, pero... resulta que ahora la mayoría de nosotras somos también un desastre doméstico. Como no recurráis ambos a toda la disciplina posible (o a una ayuda externa, que sería un dinero muy bien empleado), acabaréis compartiendo piso también con ácaros, bolas de polvo gigantes y puede que con un par de calcetines que cobren vida propia.
Un menú para dos
Una de las tristes cosas que descubriréis cuando conviváis será que nunca, jamás, volveréis a probar vuestros platos favoritos, si al otro no le gustan. Nadie tiene la vida tan sobrada de tiempo como para poder hacer dos menús, así que si tu chico es de los que no prueban ni locos la comida exótica, no volverás a comer pollo tikka masala. Y si a ti no te gustan las acelgas, él tendrá que buscarse la vida. Quiera Dios que no os busquéis una pareja demasiado tiquismiquis con la comida. Quizá deberíamos empezar a preguntar estas cosas en la primera cita.
Compartir cuarto de baño
No hay mucho que comentar aquí. Simplemente, imaginadlo. No habrá dinero mejor invertido que el que suponga la diferencia entre un apartamento con un baño y uno con dos.
Convertirte en (tu) madre
No, no. No hablo de que la convivencia lleve aparejada la obligación de ser padres. Me refiero a ese día en que descubres, aterrorizada, que tienes las mismas manías que no soportabas en tu madre. Y que odias un poco a tu chico cada vez que prepara la tortilla sin cebolla porque en tu casa no se hacía así. Y las cosas que se hacían en tu casa son las únicas buenas del mundo, ¿vale?
La cruda realidad
Pues resulta que tu chico no es el deportista nato que te contó en la primera cita. Lo del running fue una racha, y la cruda realidad es que ves venir el día en que apoye el bol de palomitas sobre la tripa a lo Homer Simpson. Antes de prever el fin del romance, recuerda que él tampoco te conoció con el pelo recogido con un lápiz y la mascarilla extendida por toda la cara. Aaay, la naturalidad, qué sobrevalorada está.
¿Asustadas, chicas? Hay motivos. La convivencia es una vieja bruja que puede acabar con la relación más sólida. Pero hay una buena noticia, una que anula todo lo dicho hasta ahora: si superáis la prueba de fuego, puede que hayáis encontrado la receta del amor eterno.
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