Nunca en mi vida he oído a nadie decir que fue a Toledo y no le gustó, que le decepcionó o que recomiende no visitarlo. Más bien, todo lo contrario. Se trata de una de esas ciudades sobre las que parece existir un consenso unánime sobre lo preciosa que es y sobre cómo todo el mundo debería visitarla antes de morir. Así que, muy probablemente, vaya a ser yo esa primera persona en tu vida a la que oigas contar que viajó a Toledo y, al poco de llegar, ya se quería ir.
Antes de que nadie se ofenda y mi cabeza se sirva en bandeja de plata, quiero dejar claro que se trata única y exclusivamente de una opinión personal. Además, siendo Toledo una ciudad Patrimonio de la Humanidad, ¿qué importa realmente lo que yo piense? De hecho, reconozco que, objetivamente, es un lugar encantador pero, a mí me dejó completamente indiferente. Y tengo mis motivos.
Aquello por lo que no mereció la pena ir a Toledo
Toledo es famosa por los monumentos medievales árabes; judíos y cristianos de su ciudad antigua amurallada, prueba de un pasado que le ha valido el sobrenombre de "la ciudad de las tres culturas". También le añade interés el hecho de que fuera capital del Imperio Español con Carlos V y el estatus pop que le otorgan souvenirs como su mazapán o las espadas toledanas.
Ahora bien, desde mi punto de vista, mucho tienen que gustarte las ruinas y las iglesias para que Toledo te sorprenda si eres de España. Es decir, entiendo perfectamente el éxtasis que deben de sentir los turistas asiáticos que deambulan en masa por sus calles, pero yo que estoy acostumbrada a ver desde pequeña restos del pasado árabe de la península (y de otras civilizaciones anteriores), así como catedrales e iglesias de todas las épocas y estilos, recorrí Toledo embargada únicamente por una sensación de déjà vu y aburrimiento ateo constante que solo se rompió en una única ocasión.
Aquello por lo que sí mereció la pena visitar Toledo
El día que visité Toledo fue el día en el que me di cuenta de que no tenía absolutamente ningún interés en el arte sacro. Sobre todo, en la arquitectura. Tampoco en la historia religiosa. Y lo que es más importante, decidí aceptarlo y me prometí a mí misma que no volvería a pisar el interior de una catedral por inercia, porque se supone que tiene que gustarme.
Ahora bien, sí hubo una cosa en Toledo que logró sorprenderme y que consiguió, al menos, que me llevará un buen recuerdo de la experiencia de andar todo el día cuesta arriba y cuesta abajo viendo piedras milenarias y Cristos. Se trata de Santa María La Blanca, la que fuera sinagoga mayor de Toledo, construida en el año 1180 y que funcionó como tal durante 211 años antes de ser expropiada.
Tuve la suerte de entrar cuando no había nadie más y estaba completamente vacía (era julio y la hora de comer) y me impactó la calma que se respiraba en aquel lugar. Sobre todo, teniendo en cuenta que lo único que conocía hasta ese momento eran los templos oscuros y sombríos del catolicismo, que te hacen sentir pequeño y temeroso de Dios. En contraposición, la sinagoga me pareció un espacio luminoso y acogedor y sí lo digo: lo mejor de todo Toledo.
Foto de portada | silviadovega
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