Dicen que los grandes escritores no se van nunca. Carlos Ruiz Zafón nos aguarda en cualquier rincón de sus novelas y ahora podremos volver a caminar junto a él gracias a 'La ciudad de vapor'. Así lo ha confirmado la editorial Planeta, tras presentar este martes el primer libro póstumo del escritor barcelonés, fallecido el pasado mes de junio.
Ruiz Zafón recoge en esta obra once relatos, cuatro de ellos inéditos hasta la fecha (y el resto de difícil acceso), que se entrelazan para proyectar el eco de los personajes y los motivos de sus grandes novelas. Pues bien, desde Trendencias hemos podido adelantar uno de estos cuentos: 'La mujer de vapor'.
En concreto, en estas brillantes historias podemos encontrar un eco del mundo literario de 'El cementerio de los libros olvidados'. Una tetralogía que nace en 2001 con 'La Sombra del Viento', primera novela de la saga, que incluye 'El Juego del Ángel', 'El Prisionero del Cielo' y 'El Laberinto de los Espíritus'.
Carlos Ruiz Zafón (1964-2020) es uno de los autores más reconocidos de la literatura internacional de nuestros días y el escritor español más leído en todo el mundo después de Cervantes con el Quijote. Su universo literario se ha convertido en uno de los grandes fenómenos de las letras contemporáneas en los cinco continentes.
La Sombra del Viento (Biblioteca Carlos Ruiz Zafón)
"Una experiencia lectora repleta de voces y ecos. Presencias que transitan por los vericuetos crepusculares de la ciudad gótica", ha señalado la editorial.
El autor concibió 'La ciudad de vapor' como un reconocimiento a sus lectores (que le siguieron a lo largo de la publicación de la saga de 'La sombra del viento'), ofreciéndoles una auténtica maravilla que, sin duda alguna, será una de las grandes demandas de estas Navidades. El regalo de un narrador que nos hizo soñar como nadie.
Tetralogía El Cementerio de los Libros Olvidados (pack)
Adelanto de 'La mujer de vapor'
Nunca se lo confesé a nadie, pero conseguí el piso de puro milagro. Laura, que tenía besar de tango, trabajaba de secretaria para el administrador de fincas del primero segunda. La conocí una noche de julio en que el cielo ardía de vapor y desesperación. Yo dormía a la intemperie, en un banco de la plaza, cuando me despertó el roce de unos labios. «¿Necesitas un sitio para quedarte?» Laura me condujo hasta el portal. El edificio era uno de esos mausoleos verticales que embrujan la ciudad vieja, un laberinto de gárgolas y remiendos sobre cuyo atrio se leía 1866. La seguí escaleras arriba, casi a tientas. A nuestro paso, el edificio crujía como los barcos viejos. Laura no me preguntó por nóminas ni referencias. Mejor, porque en la cárcel no te dan ni unas ni otras. El ático era del tamaño de mi celda, una estancia suspendida en la tundra de tejados. «Me lo quedo», dije. A decir verdad, después de tres años en prisión, había perdido el sentido del olfato, y lo de las voces que transpiraban por los muros no era novedad. Laura subía casi todas las noches. Su piel fría y su aliento de niebla eran lo único que no quemaba de aquel verano infernal. Al amanecer, Laura se perdía escaleras abajo, en silencio. Durante el día yo aprovechaba para dormitar. Los vecinos de la escalera tenían esa amabilidad mansa que confiere la miseria. Conté seis familias, todas con niños y viejos que olían a hollín y a tierra removida. Mi favorito era don Florián, que vivía justo debajo y pintaba muñecas por encargo. Pasé semanas sin salir del edificio. Las arañas trazaban arabescos en mi puerta. Doña Luisa, la del tercero, siempre me subía algo de comer. Don Florián me prestaba revistas viejas y me retaba a partidas de dominó. Los críos de la escalera me invitaban a jugar al escondite. Por primera vez en mi vida me sentía bienvenido, casi querido. A medianoche, Laura traía sus diecinueve años envueltos en seda blanca y se dejaba hacer como si fuera la última vez. La amaba hasta el alba, saciándome en su cuerpo de cuanto la vida me había robado. Luego yo soñaba en blanco y negro, como los perros y los malditos. Incluso a los despojos de la vida como yo se les concede un asomo de felicidad en este mundo. Aquel verano fue el mío. Cuando llegaron los del ayuntamiento a finales de agosto los tomé por policías. El ingeniero de derribos me dijo que él no tenía nada contra los okupas, pero que, sintiéndolo mucho, iban a dinamitar el edificio. «Debe de haber un error», dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. Corrí escaleras abajo hasta el despacho del administrador de fincas para buscar a Laura. Cuanto había era una percha y medio palmo de polvo. Subí a casa de don Florián. Cincuenta muñecas sin ojos se pudrían en las tinieblas. Recorrí el edificio en busca de algún vecino. Pasillos de silencio se apilaban debajo de escombros. «Esta finca está clausurada desde 1939, joven —me informó el ingeniero—. La bomba que mató a los ocupantes dañó la estructura sin remedio.» Tuvimos unas palabras. Creo que lo empujé escaleras abajo. Esta vez, el juez se despachó a gusto. Los antiguos compañeros me habían guardado la litera: «Total, siempre vuelves.» Hernán, el de la biblioteca, me encontró el recorte con la noticia del bombardeo. En la foto, los cuerpos están alineados en cajas de pino, desfigurados por la metralla pero reconocibles. Un sudario de sangre se esparce sobre los adoquines. Laura viste de blanco, las manos sobre el pecho abierto. Han pasado ya dos años, pero en la cárcel se vive o se muere de recuerdos. Los guardias de la prisión se creen muy listos, pero ella sabe burlar los controles. A medianoche, sus labios me despiertan. Me trae recuerdos de don Florián y los demás. «Me querrás siempre, ¿verdad?», pregunta mi Laura. Y yo le digo que sí.
La Ciudad de Vapor de Carlos Ruiz Zafón
Fotos | Editorial Planeta
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