Yo antes odiaba la Navidad.
Cuando una mañana de noviembre me encontraba todas las calles decoradas, me venía un bajón impresionante. Pero no se trataba de nostalgia o tristeza, era odio. Puro odio. De repente todo el mundo, como por arte de magia, empezaba a hablar de los regalos, de la lotería, hacían planes sobre dónde iban a celebrar la Nochevieja y se quejaban de tener que comer tanto y beber tanto, como si alguien les estuviese obligando a hacerlo. Pero algo ha cambiado dentro de mí y el odio se ha convertido en indiferencia.
Yo odiaba las fiestas de Navidad: odiaba el consumismo, el centro de la ciudad repleto de gente histérica que compraba regalos de última hora. Odiaba a la gente en general por ser tan simples y ordinarios y por sentirse obligados a regalar cosas bonitas a parejas a las que tanto querían y a las que, al año siguiente, les ponían los cuernos, o a la familia que tanto echaban de menos y a la que tenían abandonados el resto del año, a pesar de que vivían a tres calles.
Lo odiaba todo mucho y no tardaba en criticar la maldita Navidad en todas las conversaciones de mis amigos, a los que consideraba unos pringados porque escuchaban villancicos a modo hilo musical y se emocionaban con la llegada de esas horribles fiestas para la gente mainstream.
Porque yo era diferente a ellos (se me olvidaba que a la vez yo era tan igual a los demás haters navideños). Qué tontaina.
Y luego pasó algo. No sabría decir qué fue exactamente. Mi situación era la misma: a veces estaba soltera y a veces no, mi familia seguía viviendo a cuatro mil kilómetros de donde vivo yo, no había tenido un hijo ni me había casado (dicen que mucha gente empieza a amar la Navidad con la llegada de un bebé a la familia).
A mí no me pasó nada de eso.
Simplemente me di cuenta de que las fiestas navideñas me empezaron a dar igual.
Es curioso, porque cuando leemos artículos en internet sobre la Navidad, siempre hay los que la odian y los que la adoran. Pero a nadie le dan igual las Navidades… Estoy convencida de que somos la gran mayoría. Yo he descubierto (tarde, pero sí) que no hay nada más placentero que vivirlas como algo natural. Como dice un refrán: en invierno hace frío y en verano hace calor. Pues en diciembre llega La Navidad. Lo más sensato es disfrutar de la decoración de las calles (es bonita, ¿no?), descansar los días que no hay que ir a trabajar (eso es más bonito todavía) y sonreír al ver los niños emocionados con los Reyes Magos (no me digas que una sonrisa de niño no es algo precioso).
Porque nadie te obliga a comer mucho y a beber demasiado. Igual que nadie se va a enfadar porque no quieras pasar las fiestas en familia (inténtalo, te sorprenderías). Los regalos se deben hacer cuando a uno le apetece y no cuando toca hacerlos y hay mucha que gente opina igual, sólo es cuestión de hablarlo entre todos. Si no hay comida el 25, tampoco pasa nada. Y si la hay, es porque a todos les apetece y entonces es cuando se disfruta más.
Tampoco es necesario gastarse 200 euros en una entrada a una fiesta de Fin de Año sólo porque quedarse en casa está mal visto. Si un año apetece pijama y peli, pues pijama y peli; y si te apetece liarla parda, pues la lías parda.
Dejarse llevar te hace ver las cosas desde una nueva perspectiva: se trata de hacer lo que realmente te apetece hacer. Y si no te apetece hacer nada, disfruta de no hacer nada.
Quizás, para pasar unas buenas fiestas, tan sólo te hace falta no estresarte por nada y no sentirte obligado a tener una opinión acerca de todo. Y sobre todo, quizás se trata de olvidarte de tener que crear futuros recuerdos.
Los mejores recuerdos son los que se crean solos.
Fotos| The Holiday
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