Las palabrotas entraron en nuestra casa este año y la culpa no es de los demás niños del colegio cuyos padres no se preocupan por su educación, como suele ser. La culpa es mía. O el mérito, según se mire.
Obviamente, mis dos hijos, de siete y cinco años, sabían que las palabrotas existen, pero nunca las usaban en casa y quiero pensar que tampoco en el cole. Estaban prohibidísimas. Pero hace poco leí un artículo que me hizo reconsiderar mi actitud.
En el artículo el padre de una niña explicaba por qué decidió permitirle a su hija utilizar palabrotas.
Lo leía mientras estaba supervisando el suplicio de todos los días, la preparación de los deberes de mi hijo mayor, el de siete. Levanté la vista de la pantalla y lo ví: triste, más desesperado con cada “venga” que le decía, intentando mantener la concentración a pesar de lo aburrido de la tarea…
Pensé en que los adultos tenemos un nivel de exigencia con nuestros hijos que no tenemos con nosotros mismos: les pedimos que cumplan con sus obligaciones cuando nosotros las posponemos o las ignoramos, que estén motivados y disfruten de tareas absurdas, que se sienten rectos cuando nosotros nos sentamos como nos apetece.
Entendemos también que tenemos derecho a quejarnos cuando nuestro trabajo no nos gusta y perder los papeles cuando estamos cansados, agobiados o tristes. Nuestro estado disculpa nuestro comportamiento. Un niño en edad escolar, en cambio, no tiene estos lujos. Tiene que comportarse siempre de manera impecable, a pesar de tener menos herramientas de autocontrol.
Entonces decidí hacerle un pequeño regalo a mi sufrido estudiante de segundo de primaria. Le llamé, le cogí en brazos y le pregunté: "¿Estás triste?" "Sí…" "¿Agobiado?" "Sí…" "¿Te apetece decir una palabrota?"
Me miró desconcertado. Le expliqué que los adultos usamos las palabrotas cuando estamos estresados, nos ayudan a sentirnos un poco mejor y que si quería, lo podía intentar. Se acercó y me dijo al oído “Jo..r”. Luego “mie..a”. Hizo una pausa. Soltó una carcajada. Luego me besó y me dijo, también al oído: “Te quiero, mamá”.
Las cosas no han cambiado mucho en casa. Las palabrotas siguen estando prohibidas. Los deberes siguen siendo un suplicio para los dos. Pero mi hijo sabe ahora que en caso de necesidad tiene un truco mágico: acercarse a mi y decirme una palabrota. Al oído, para que no la oiga nadie más. Es nuestro secreto.
Fotos | Pixabay
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