Hace unas semanas leí un artículo sobre lo mal que lo está pasando nuestra generación. Todo porque no sabemos dedicarnos a una sola cosa con tranquilidad, paciencia e implicación. El autor del artículo lo llamaba “enfermedad de la prisa”.
Para que quede claro de qué se trata, os lo cito: “Si te digo que comer el almuerzo en el escritorio y al mismo tiempo revisar el correo electrónico o hablar por teléfono es uno de los síntomas, lo normal es suponer que hablo de una enfermedad propia de altos ejecutivos o algo por el estilo, pero realmente no se requiere ser una persona ocupada. Cuando desarrollas la enfermedad de la prisa, te vuelves una persona ocupada precisamente porque actúas así, como si lo fueras.”
Nos hemos vuelto adictos. Y, como lo dice Matt Haig, “adicción es la multiplicación”.
Pero volveremos a lo de Matt más adelante.
Según el artículo, “enfermamos” porque no sabemos decir un “no”. Sin embargo, yo creo que no tiene nada que ver con esto. Por muy banal que suene, yo estoy convencida de que la adicción a los móviles y las redes sociales es la culpable. De lo contrario, que me expliquen por qué hace tan sólo quince o veinte años la gente no sufría tanta ansiedad.
Sí, lo sé, la ansiedad no es algo nuevo. La depresión, tampoco. Quizás ahora es algo más visible que antes. Sin embargo, yo no recuerdo a mis padres estar pendientes de mil cosas a la vez. Trabajaban, sí. Incluso en varios trabajos, sí. Leían el periódico mientras iban al baño, también. Pero por lo demás, eran personas que hacían una sola cosa y, cuando la terminaban, se ponían con la otra. No les importaba si al supuesto vecino al que ni siquiera conocen le ha gustado su foto, no tenían necesidad de averiguar la influencia que tienen mientras masticaban una tostada.
Todo nos genera la ansiedad: cosas que no tenemos y los demás sí, viajes que no están a nuestro alcance, trabajos que odiamos (porque todos dicen que hay que ser felices trabajando). Nos preocupan los libros que leemos y si son lo suficientemente complejos para que no parezcamos unos zoquetes, nos importa el nivel de popularidad, nos inquieta hacerlo todo y hacerlo bien. Y que todos lo vean.
A raíz de esto, están apareciendo muchísimos libros que nos cuentan como vivir “aquí y ahora”, cosa que a la mayoría de nosotros se nos antoja rarísimo: ¿cómo voy a pensar en el ahora si lo más probable es que mañana no tenga trabajo?
Compramos estos libros, obviamente. Sobre todo si los escriben los que viven aparentemente felices. Como es el caso de Dinamarca y el boom de “Hygge”: ese algo que sólo lo tienen ellos, los felices daneses, que consiste en saber disfrutar de pequeños detalles: desde una taza de té que nos calienta las manos, hasta una melodía preciosa. Nos enseñan disfrutar, hacerlo todo slow y ser feliz.
Pero… cuál fue mi sorpresa cuando me enteré de que según la OMS, Dinamarca se posiciona en el cuarto puesto a nivel mundial en el consumo de los antidepresivos. Será que el “Hygge” no es la solución…
Volvamos a Matt Haig. En su libro “Razones para seguir viviendo”,en el que habla- muy abiertamente y con todo tipo de detalles íntimos- de la depresión que sufrió durante muchos años, nos recuerda algo que ya todos sabemos, pero no nos gusta aceptar: el cerebro humano no ha evolucionado prácticamente nada en los últimos siglos. La tecnología y la forma de vida, sí. Y es muy normal que las personas no seamos capaces de asimilar todo lo que nos están exigiendo.
Pero seguimos intentando cumplir con el reto imposible y, por si fuera poco, ser feliz haciéndolo.
Pues va a ser que no. Quizás la única manera de dejar estar verdaderamente ansiosos es irnos a la montaña- sin móvil y sin tele- y disfrutar de los días que nos parecerían eternos, no como ahora.
Para empezar, igual podríamos dejar el móvil en silencio al llegar a casa, leer un libro sin distracciones y utilizar las redes sociales sólo en casos necesarios (que no son muchos).
Me gustaría encontrar la receta mágica contra tanto sufrimiento en el primer mundo. Quizás nos haría falta viajar más y ver que todo esto que tanto nos preocupa es una ridiculez.
Quién sabe.
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