Cierras los ojos, respiras profundamente y te ordenas no pensar en nada. Y como suele pasar en estos casos: cuanto más te obligas a hacer algo, menos te sale. Tu cabeza no puede parar: piensas en el trabajo, en tu relación, en tu vida, en lo que tienes que hacer mañana, en lo que has hecho, o peor, en lo que no has podido hacer hoy. Cambias de postura, intentas imaginar un escenario bonito, pero tu cabeza sigue dándote por saco. Piensas en que deberías no pensar en nada y eso lo empeora todo, porque el pensar en no pensar en nada es pensar. Menuda paranoia. Das vueltas en la cama, te frustras al ver la hora: ¡tan sólo te quedan cinco horas para levantarte! Te sientes impotente y te entran ganas de llorar.
Si tienes suerte, al día siguiente acabas durmiéndote antes de las diez de la noche para “recuperar” el sueño del día anterior. En el peor de los casos, la situación se repite, una y otra vez.
¿Te suena de algo? Si la respuesta es “no”, te felicito.
El insomnio se parece mucho a las rupturas sentimentales. Cuando terminas una relación con alguien, no te queda otro remedio que olvidarte de esa persona. Lo peor que puedes hacer es obligarte a hacerlo, porque las ganas de superar la ruptura son inversamente proporcionales al éxito de conseguirlo. Cuando le dices a tu cerebro: “olvídate de él” (o ella), tu cerebro se acuerda de su existencia y la cosa va de mal en peor.
Lo mismo sucede cuando “obligas” a tu cuerpo a dormir. Te metes en la cama con miedo a no poder dormir, y el mismo miedo hace que no duermas. La situación empeora cuando te castigas por no ser capaz de conciliar el sueño…
Yo he tenido algunos “brotes” de insomnio, por llamarlos de alguna manera. Hasta hace poco no eran nada graves: alguna noche rara, alguna semana con demasiado estrés, incluso he pasado noches en vela por haber recibido una buena noticia, porque al fin y al cabo, una muy buena noticia también es un estrés para tu cuerpo: te excita de la misma forma que algo negativo, salvo que estás contento en vez de triste.
Sin embargo, el mes pasado fue infernal. Todo empezó con dos noches de insomnio y acabó con dos semanas de dos horas de sueño al día. Lo cual me debilitó el cuerpo, mis defensas se han ido al carajo y acabé viendo el mundo de color negro, porque no hay nada peor para los ánimos que no descansar bien. Yo no daba crédito: ¿cómo es posible que a mis 34 años no consiga dormir? Yo, una persona positiva, tranquila, racional… A mí no me puede pasar esto. Si a mi edad no duermo, ¿qué voy a hacer a los cincuenta? Todo aquello me inquietaba mucho y me sentía todavía peor.
Probé todas las técnicas: desde la "4-7-8", hasta las lámparas de sal, pasando por medicarme con Valeriana, luego con Dormidina y con Soñodor. Nada me hacía efecto. Las cosas solo empeoraban y si algo me servía para no volverme completamente loca era leer el Twitter y ver que a mucha gente le pasaba lo mismo. Ya sabes, mal de muchos, consuelo de tontos.
Fui al médico y tuvimos una conversación poco esperanzadora.
Me dijo: “No es de extrañar que tanta gente joven no pueda dormir: es muy difícil vivir en la época en la que vivimos.”
No le quito la razón. Por un lado nos “invitan” a llevar una vida sana, a meditar y a relajarnos. Los famosos nos hablan de la importancia de practicar yoga cada día y de cuidar la mente: nos encanta ver sus horas de entrenamiento y sus tan apetitosos y saludables desayunos. Nos bombardean con mensajes como “Eres lo que comes”, “Todo está en tu cabeza”, “Sonríe y la vida te sonreirá”. Intentamos seguir sus consejos: comemos bien, nos esforzamos por relativizar las cosas… Un lunes, motivadas por convertirnos en personas sanas que se miman y se cuidan, nos levantamos, nos comemos una tostada de tofu, meditamos diez minutos, nos decimos en el espejo “¡Tú puedes con todo!” y salimos a la calle, llenos de vitalidad y de paz.
A la calle de siempre: con coches, con gente gritando y sin apenas oxígeno. Llegamos a la oficina y- oh, dios- nuestro jefe se ha levantado de mala leche. Nos sentamos delante del ordenador y, ocho horas después, nos levantamos de la silla, sin apenas fuerzas y con toda una tarde de tareas por delante: estudios, o deberes con hijos, o tuppers para mañana, o todo a la vez. Atrás queda la paz y la slow life. Por delante: treinta días de trabajo duro con la eterna preocupación de llegar a final de mes. O de sobrevivir, sin más (ya no menciono a los pobres autónomos).
Es que así no se puede, digan lo que digan las chicas guapas de las fotos de Instagram.
“¿Cuál es la solución?” me preguntarás. Mi médico me recetó fármacos para dormir. Después de varias noches de sueño profundo gracias a las pastillas y tras sentirme con algo de vida, decidí averiguar cuáles eran los motivos de mi insomnio. Lo que hice a partir de ahí fue muy sencillo: sentarme tranquila y pensar en todo lo que me preocupaba: desde lo más básico, hasta lo más “grave”. Respiré, y decidí eliminar de mi lista mental de prioridades todo lo que me impedía ser yo misma: descarté a la gente que no me aportaba nada, dejé que se fueran los que no me querían a mí (aunque yo los quisiera a ellos), me disculpé con los que me sentía mal por cualquier cosa del pasado, decidí que nadie iba a torearme más en el trabajo, que todo lo demás, menos la gente a la que yo quiero y yo misma, iba a tener en mi vida la justa importancia que se merece. Que hay cosas que hay que hacer y debo hacerlas y es mejor que me las tome como algo inevitable. Del resto sólo haría lo que me ayudase a estar bien.
Entiendo que te pueda sonar superficial y demasiado simplón, estás en tu derecho de juzgarlo.
Pero yo antes no dormía sin pastillas y ahora duermo como un tronco nada más meterme en la cama.
Y es que el insomnio es como las rupturas: si quieres encerrarte en la rabia y la tristeza, es tu elección. Vivir el duelo es necesario. Vivirlo haciendo de él el centro de tu vida es opcional.
Tú dirás.