No sé si os pasa lo mismo, pero cada día me da más pereza entrar en Facebook, Twitter o Instagram. Antes, unos años antes me refiero, me encantaba leer la noticias que compartía la gente, lo ingeniosos que eran sus tuits. Y seguía muchos blogs y los comentarios eran lo más parecido a un foro: todos aportábamos algo, aprendíamos unos de los otros y pasábamos un buen rato.
Ahora las redes sociales se han convertido en la batalla de los intensos.
Por un lado están los que, a pesar de todo, siguen siendo positivos. Muy positivos. Excesivamente positivos. Nos hablan del camino hacia la felicidad, nos llenan de frases profundas, tazas con mensajes, reflexiones prestadas, artículos motivadores que no son aplicables a nuestras vidas y críticas encubiertas hacia los “amargados”, haciéndonos entender que no tenemos derecho a una mala racha. Algunos de ellos, en poco tiempo, se convirtieron en expertos de la inteligencia emocional y consejeros absolutos de felicidad.
Al otro lado del campo de batalla están los que se cagan en todo: en el país de la pandereta, en la mediocridad, en la falta de educación, en los hombres, en las mujeres, en la vida y, sobre todo, en los extremadamente positivos. Su amargura es una especie de reivindicación, de declaración, de modernización. Estar constantemente amargado está bien visto (seamos sinceros, hoy en día mola más ser un amargado reivindicativo que un flower-power, que esos ya están pasados de moda, aunque tengan su público).
Está claro que tanto los “extremadamente felices” como los “exageradamente amargados” han existido siempre. Quizás eran menos visibles, pero en cuanto aparecieron las redes sociales nos dimos cuenta que podemos decir cualquier cosa y que había alguien “ahí fuera” que no solo nos oía, sino que nos escuchaba. Y claro, ya no había vuelta atrás.
Sin embargo lo peor estaba por llegar. Al cabo de un tiempo descubrimos que ser una persona normal, con sus días de mierda y sus momentos de felicidad absoluta, no servía de nada. Si eras normal, eras ordinario, del montón, un “don nadie”: tu opinión no valía un duro. ¿A quién le gusta ser invisible? Yo conozco a muy pocos.
Entonces la gente empezó a ser intensa. Lo importante era destacar, para bien o para mal, defendiendo una cosa o la otra. Daba lo mismo qué es lo que defendías, lo esencial era defenderlo a toda costa. Algunos traspasaron la delgada línea que separaba el adjetivo “polémico” del “follonero”, pero nadie se percató de ello.
Casi todos hemos formado parte de ese movimiento (¿a quién no le gusta ser visible?), todos hemos dejado comentarios destructivos y hemos escrito artículos odiosos o, al contrario, llenos de amor y alegría. Y, lo que es peor, hemos hecho las dos cosas al mismo tiempo. En su día todos, o casi todos, fuimos bipolares, virtualmente hablando.
Lo que me sorprende es que todavía hay gente que no se ha cansado. Y, que es peor, todavía hay público que sigue necesitando gurús. Los gurús que, al estar encerrados en su propia y tan intensa verdad, son de todo menos objetivos. Se nos olvida que ser equilibrados es la única forma de ser objetivos. Vivir en un mundo de azúcar no aporta nada. Pero comer mostaza a cucharadas, tampoco.
Está bien motivarte con cosas. Rodearte de mensajes positivos sustituye a una patada en el culo para darte un empujón. Pero para que el empujón te sirva de ayuda, tienes que estar caminando. Si te quedas quieto, la patada hará que te caigas de morros.
Está bien ver el mundo tal y como es: cruel e injusto. ¿Pero de qué te sirve encerrarte en la negrura? “Nos ha tocado vivir en un mundo de mierda”, decimos. Pero nos quedamos con la parte de “un mundo de mierda” ignorando la de “vivir”.
Y es que… también se puede luchar con una sonrisa en los labios. Igual que se puede ser feliz estando triste.
Ver 36 comentarios