No sé en qué momento dejamos de ser felices. Ni siquiera sé, a ciencia cierta, si alguna vez lo habíamos sido. De lo que sí estoy convencida es de que ahora, más que nunca, nos exigen que lo seamos. La felicidad nos la imponen, nos la piden a gritos. Qué narices: nos la ordenan y nos juzgan si optamos por algo tan descabellado como es no sentirse con fuerzas de ser felices sin más.
Tampoco sé si somos infelices por ser jóvenes y si esa infelicidad y eterna insatisfacción se van a desaparecer con los años, con la llegada de la famosa madurez y sabiduría. Nada está garantizado. Ya sabes, dicen que la madurez llega con los años pero que a veces los años llegan solos.
Yo miro y nadie, en su sano juicio, es feliz.
Subrayo eso de “en su sano juicio”, porque la única persona que podría llegar a ser feliz es la inconsciente de todo lo que pasa a su alrededor. Los demás estamos obligados a ser unos desgraciados. Y lo que es peor, nos sentimos todavía más desgraciados si no sentimos el estúpido deseo de estar eufórico todos los días.
Yo conozco a mucha gente, tanto en persona como a través de los mails que recibo diariamente. Conocer a alguien a través de su escritura es conocerlo en su estado puro, en la soledad, en la sinceridad más absoluta (la que se pueden permitir). Lo veo en cada conversación, en cada línea de sus enormes cartas: la gente no sabe vivir. La gente vive comparándose con los demás, sufriendo por no cumplir con las expectativas de esa sociedad, por no ser cool, por no llegar a objetivos que ellos mismos se han propuesto. La gente juzga y está juzgada por su perfil en redes sociales (que tienen más de "redes" que de "sociales"), por lo que pone su tarjeta de visita, por si viven solos o en casa de sus padres, por si viajan o si su aspecto es aceptable para el resto de los mortales infelices y cansados.
Nosotros, los jóvenes, tenemos una presión que jamás habían tenido nuestros padres, la de tener no una, sino dos vidas bien formadas: la que es real (o lo que queda de ella) y la que mostramos a la gente que no conocemos. Acabamos creyendo que mostrar lo que hay es fallarnos a nosotros mismos, cuando es todo lo contrario.
Ahí están ellos, los jóvenes que no llegan a todo, que están cansados de ser jóvenes y que ya no tienen ánimos para nada, después de haber buscado pose, de haber aplicado filtros, de haber respondido comentarios, de haber trabajado diez horas, de haber hecho deporte, de haber sido románticos y de haberlo mostrado a todos, de haber comprado lo último, de haber creado un negocio, de haber soñado con lo que quieren ser, de haber comido sano, de haber luchado por la igualdad, de haberse indignado con ese mundo, de haberse casado por todo lo alto, de haber aparecido en alguna revista, de haberse recuperado tras un embarazo, de haber leído a los autores que están de moda, de haber educado a los hijos sin saber cómo educarlos porque nadie ha escrito sobre cómo sobrevivir en los 2000, de haber superado una depresión, de haber decidido qué hacer con sus vidas y de haber convencido a los demás que lo han logrado. Ahí están ellos, los que no saben que vivir es sólo eso, vivir, sin justificarse delante de todo el mundo.
Me pregunto dónde está el final de ese eterno agotamiento. Me pregunto cómo hemos llegado a ese Síndrome de Estocolmo y quién nos va a sacar de ahí. Me pregunto por qué aún estando cansados de ser jóvenes, una vez somos mayores seguimos intentando parecernos a ellos. Porque ser mayor, hoy en día, es igual de insoportable.
Me pregunto si nos hemos vuelto locos.
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